La Opinión de A Coruña

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Matías Vallés

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Matías Vallés

Marion Cotillard y los genitales falsificados

Marion Cotillard ha abrasado en las críticas a su actuación en el Teatro Real, porque nadie se sustraería al magnetismo de un ser humano elegido por Dior para su publicidad. Mejor no preguntarse por el porcentaje de expertos que han presenciado en salas las películas de la actriz francesa, que ni siquiera cantaba sino que recitaba los textos de Paul Claudel para un oratorio de Juana de Arco.

La impostura reinaba por tanto en el espectáculo, que presumía en el colmo del atrevimiento de que los participantes iban desnudos de cintura para abajo. Sin embargo, los genitales que así agitaban al público no eran los propios, sino prótesis. Una ópera bufa plastificada, cuesta llevar la cuenta de las falsificaciones acometidas en una sola función. Se supone que lucir los penes en escena es una provocación, por lo que mostrar unos órganos artificiales bajo la pretensión de que son auténticos es una denigración equivalente a la del nazismo escupiendo al arte degenerado. Dicho de otra forma, los degenerados admiten su culpa, cómo vamos a atrevernos a mostrar desnudos en escena. Doble censura.

La protagonista absoluta era Cotillard. Cabe celebrar los ocho minutos de ovación en el Real, por comparación con los espectadores que salimos huyendo del cine en el que contemplamos su miserable interpretación en Annette. La alarmante ausencia de compromiso artístico y sus pretensiones de diva torpedeaban el esfuerzo hercúleo de Adam Driver, en un trabajo para la historia. A los humildes cinéfagos, ha de extrañarles por fuerza que una actriz que no sabe interpretar a una diva operística en el cine triunfe en la ópera supuestamente real. Sin embargo, debe silenciar su pronunciamiento quien no ha asistido a la representación, pese a la satisfacción de Wágner con los críticos de fuste que se dispensaban la comparecencia en sus anillos para celebrarlos.

En el cine, Cotillard ha sufrido un hundimiento existencial. La actriz pletórica de Pequeñas mentiras sin importancia, tal vez su cénit, se hundía en la secuela Pequeñas mentiras para estar juntos. Todos hemos estado enamorados de Cotillard, pero no es el momento adecuado para venerarla. Eso sí, quizás los selectos espectadores de ópera sean inferiores en exigencia a la canalla del cinematógrafo, aunque esta hipótesis decaiga ante el abismo en el billetaje.

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