La Opinión de A Coruña

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Belloch

con la venia

Juan Alberto Belloch

¿Parlamentarios para qué?

La visión de un plenario del Congreso de los Diputados prácticamente vacío, y como contrapunto la imagen de unos diputados acudiendo en masa a votar cuando suena la música característica que llama a ello, siempre me han parecido tristes y también algo grotescas. Forma parte de una secuencia de instantáneas que señalan un deterioro lento pero inexorable del propio sistema parlamentario. Sea por sentido de responsabilidad o por miedo a las sanciones correspondientes lo cierto es que los parlamentarios españoles no asisten a las deliberaciones pero sí lo hacen disciplinadamente en el momento de la votación.

Tampoco las votaciones resultan alentadoras desde una perspectiva democrática y participativa. Como se sabe el método consiste en estar atento al juego de manos de los respectivos portavoces, los cuales van indicando u ordenando el sentido del voto: sí, no y abstención. En la inmensa mayoría de ocasiones, los parlamentarios desconocen el significado de lo que se disponen a avalar con su voto. Esta práctica no contribuye al prestigio de las instituciones.

El argumento más usual que se utiliza para defender este procedimiento no tiene rigor alguno, tiene los pies de barro, y carece por tanto de futuro. Se argumenta que en sus despachos los parlamentarios siguen trabajando en defensa no solo de los intereses generales sino también de los particulares en sus respectivos territorios, pero no es así. Todos quienes hemos ejercido sabemos que, con la relativa excepción del equipo directivo, los parlamentarios de a pie no realizan otras funciones políticas que la de levantar sumisamente la mano y mover los dedos a ser posible con acierto, lo que unido a los reglamentos de las Cámaras, hace verosímil la sospecha de que buena parte de su tiempo lo emplean en asuntos personales o de partido. El problema radica en que, el conjunto del ordenamiento jurídico conspira contra los parlamentarios en una dirección muy precisa: reducir su poder real o si se prefiere, limitar su capacidad política para poder llevar a cabo más tareas acordes con su rango constitucional. Hoy por hoy no cuentan con los instrumentos necesarios para cumplir su función.

Son muchas las consecuencias negativas. Quiero referirme en particular a un fenómeno reciente: la emergencia de los partidos territoriales desde los que se suele afirmar que carecen de una concreta ideología política y que su único interés es defender las aspiraciones de sus territorios y paisanos. Con este pobre mensaje están teniendo un éxito imparable. Se percibe a distancia que han aprendido diligentemente las lecciones brindadas por los partidos nacionalistas del País Vasco y Cataluña.

Para atajar o limitar ese fenómeno no basta con acusarles de populismo disgregador. Es preciso además incrementar el peso, atribuciones y capacidad política del resto de parlamentarios nacionales.

Año tras año, legislatura tras legislatura, pueden obtener beneficios para sus respectivos territorios, y es cierto que en este momento un parlamentario nacionalista tiene más poder que diez nacionales, pues no hay nada más sencillo y demagógico que articular un discurso victimista para obtener, al menos de momento, algunas ventajas para sus respectivas comunidades. Los parlamentarios nacionales, por su parte, se conforman con remediar sus cuitas cambiando votos por territorio.

Es en los momentos políticos más complicados , cuando los parlamentarios territoriales se revelan imprescindibles. Investiduras, mociones de confianza, censura o presupuestos, oportunidades en que los territoriales acreditan sin pudor su pasión de poder.

El fracaso reiterado de las opciones centristas de ámbito nacional incrementa progresivamente el valor de las acciones territoriales en el mercado bursátil de la política.

Están surgiendo además nuevos fenómenos que, a mi parecer, vienen reforzando su papel al tiempo que los diputados nacionales van perdiendo la capacidad para captar el auge de estos movimientos. Me refiero, entre otros, a la rebelión de los pensionistas casi siempre a punto de estallar, motín que se articula con más o menos razones o temores sobre su pérdida de valor adquisitivo. Estos movimientos se están reconduciendo de forma puntual gracias a los sindicatos, pero no deberíamos olvidar que la cuestión de fondo sigue latente y que por lo tanto es muy posible que en un futuro más o menos próximo surjan nuevos partidos políticos al socaire de estas demandas.

Bastaría con que se produjera una concurrencia entre los pensionistas y los perjudicados por el mundo digital, singularmente en el ámbito bancario y servicios públicos, para que sea imaginable una nueva opción política capaz de operar en el mercado de los grandes partidos políticos.

Un análisis detallado de lo que está ocurriendo debería hacer comprender a los partidos tradicionales que los parlamentarios sin poder o con limitaciones en su función no pueden encauzar tales movimientos al carecer de la suficiente legitimidad democrática, de ahí que cualquier reforma seria encaminada al establecimiento de un modelo federal o a la reforma de la Constitución debe ir precedida de unos ajustes que otorguen mayor poder a los parlamentarios y les permita relaciones estables con los diversos grupos sociales.

A título de ejemplo hay que atreverse a realizar una reforma de la ley electoral que entre otras cosas estructure circunscripciones relativamente pequeñas, o la creación del sistema parlamentario con doble vuelta. También es urgente reformar los reglamentos del Senado para que se produzca la inexistencia real del mandato imperativo y por tanto se acabe con disciplina de voto. Solo con tales medidas y otras semejantes se puede colocar a los parlamentarios en el lugar constitucional que corresponde al poder legislativo. Y solo así tendremos parlamentarios que participen activamente de los temas de interés general pero defendiendo al propio tiempo los intereses de su circunscripción.

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