La Opinión de A Coruña

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Isabel Olmos

La vida de Kiko

Hay en mi barrio una señora que se llama Pepita que, hasta hace unas semanas, siempre andaba, arriba y abajo, con un perro muy pequeño, un perro casi como de broma. Pepita, a quien nunca he preguntado su edad, debe rondar los 80 y jamás la he visto acompañada por señor alguno desde que, me comentó un amigo que trabaja en el ayuntamiento, su marido falleció de manera inesperada de un ataque al corazón poco antes de los 60. Sola y sin hijos, añadió mi fuente, a Pepita se la conoce en el pueblo como la huevera porque su familia proveyó durante décadas a media localidad de los huevos que sus gallinas producían en una granja pequeña —no una horrible macrogranja de las actuales— a las afueras de los barrios de viviendas.

Fueron sus abuelos y sus padres quienes empezaron a suministrar huevos, casa por casa y con un carro, a los recién llegados a una zona de costa que, poco a poco, estaba transformándose de lo que era a lo que iba a ser, empujada por la necesidad de mano de obra para la construcción de nuevas infraestructuras para el siglo XX que había de llegar y para el puerto, que buscaba nuevos mercados tras la debacle de la guerra de Cuba y Filipinas. Sea como fuere, había gente que ya no tenía gallinas en sus casas como antaño y la familia de Pepita se los suministraba.

Así lo hicieron década tras década, dictadura, tras dictadura, en guerra, democracia, monarquía, república, inundaciones, riadas y sequías, y lo hubieran continuado haciendo también en pandemia si no hubiera sido por el hecho de que la granja familiar cerró mucho antes sus puertas, sin relevo generacional, arrastrada por las marcas de las grandes granjas, tras la jubilación del hermano pequeño de Pepita en los primeros 2000 y completamente arruinados.

Todo esto viene a cuento de que hace muy poco, estando en el horno, la panadera me dijo si me había enterado de la recaudación de fondos para lo de Pepita. Me explicó: el perrito de Pepita, ese que es casi como una broma de perro de lo pequeño que es se llama Kiko y está muy enfermo. En pocos días había dejado de comer, apenas se movía y había perdido toda su alegría. El veterinario fue claro: hay que hospitalizarlo. Tras 12 años de convivencia, Kiko y Pepita se separaban por primera vez y quizás también por última, y Pepita arrastraba triste, por las calles, un carro de la compra mucho más grande de lo que portaba en su interior, que era siempre poco, muy poco, y siempre ajustado a su mísera pensión.

Pero, además del carro de la compra y su inmensa tristeza, la mujer compartió con la hornera otra preocupación no menos importante: la inmensa factura que le esperaba en el hospital veterinario para cuando recogiera a Kiko... si lo llegaba a hacer. Más de 500 euros, una cantidad de la que ella solo disponía 80. Me contó la hornera que, con lágrimas en las mejillas, Pepita no vislumbraba un futuro sin Kiko, su compañero de vida, su hijo, su todo desde que decidió romper la gran soledad que siguió a la muerte del marido.

La pobreza no era algo nuevo para Pepita. Nunca le había sobrado, jamás, porque el trabajo de chapuzas del marido dio para lo que dio, pero desde que se quedó sola el dinero nunca le había llegado tampoco. Suerte que el piso, un segundo de 60 metros sin ascensor lo compraron hace 50 años y está pagado que si no.... Deudas en todos los comercios. Y ahora, el veterinario.

Ella no lo sabe todavía. Cuando esté usted leyendo este artículo, Pepita todavía ignorará lo que les voy a contar, pero alguien me ha avanzado que la hornera ha reunido, como una hormiguita tenaz, una cantidad increíble de dinero para salvar la vida de Kiko, una vida pequeña, quizás casi de broma, pero una vida. Una vida como la de su abuela, a quien no se le murieron de hambre sus flacos hijos en la posguerra gracias a los huevos de gallina que, sin nada a cambio y con el corazón en un puño, le hacía llegar cada semana la abuela de Pepita desde las afueras de la ciudad.

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