No sé si es una impresión mía, pero veo cada vez menos gente leyendo en la calle, sentada en el banco de un parque, en el autobús, en una cafetería o en la sala de espera del centro de salud. También en el tren todo son manos con móviles, dedos que se deslizan a velocidad de vértigo por un loco carrusel de imágenes, que regalan corazones a todo quisque; ojos que exploran sin el menor recato el mundo pequeño de las pantallas, la intimidad muchas veces impúdica de los otros, desconocidos en su mayoría, las vidas publicitarias de los nuevos comunicadores y de esos disparatados influencers que han convertido las suyas en un “directo” hortera y ostentoso. Otro fenómeno singular e igualmente pelma, a mi modo de ver, es el de los llamados “memes”. La gente se monda con ellos, los reenvía una y otra vez a amigos y enemigos, muertos de risa; y, de este modo, todo queda reducido a un chiste malo, fácil de entender, y de olvidar. Hay caras sonrientes en el vagón, eso es verdad, una multiplicación de sonrisas embobadas.

Y, sin embargo, las librerías siguen teniendo su público y no dejan de aparecer novedades editoriales cada semana. Quedan, todavía, quienes se apuntan a la variada oferta de clubs de lectura que ofrece la ciudad, incluso a talleres de escritura donde, semana tras semana, acuden con sus textos para compartirlos con otros locos que, igual que ellos, emplean las escasas horas libres que les conceden el trabajo y otros rituales de supervivencia en perderse por los vericuetos de la página en blanco. Un tiempo precioso y cada vez más caro que ellos dedican a la tarea de escribir con el esmero que uno pone en esos placeres pequeños y sutiles que, si no dan sentido a la vida, a menudo la justifican.

Todas estas personas me parecen hoy más necesarias que nunca. Son auténticas revolucionarias, una suerte de involuntaria resistencia civil. Cabezas llenas de pájaros, papadores de moscas, ilusos, ingenuos, defensores acérrimos de la pereza, de la vaguería productiva, de la desaceleración de todas las cosas. Amantes de los lentos paseos y las copas de vino, de los cafés antiguos y de la música y el teatro y el cine. Personas que guardan una fidelidad entrañable a sus escritores y cineastas y músicos favoritos, que no hacen daño a nadie, aunque les guste ver una y otra vez la misma película, aunque apenas tengan seguidores en Instagram y se nieguen a cambiar de móvil cada año y medio.

He tenido la suerte de conocer a algunas de estas personas, de compartir con ellas relatos y conversaciones. También mesa y mantel, e incluso nos hemos acostado un montón de noches con los mismos libros. Y me siento tremendamente afortunado por ello. Porque cuando dejo el taller y salgo ahí afuera, la realidad me parece más dura y a menudo más tonta, con tanta gente boqueando frente sus pantallas, esas peceras de engañosa luz azulada.