Releo hoy antiguos textos, queridos y queridas, que he ido escribiendo a lo largo de años sobre la temática de la solicitud de asilo y refugio. Y me quedo triste cuando constato que, después de un largo recorrido temporal y una larga evolución en mil campos, la cosa sigue pintando parecida a la descrita en muchos de esos escritos, muchos del milenio pasado. La verdad es que los humanos tenemos una forma peculiar de organizarnos espacialmente sobre la faz del planeta, y de dirimir los abundantes conflictos surgidos a partir de tamaña estructura. También sorprende nuestra versátil vara de medir, criticando o no cualquier tipo de abuso según quién lo cometa y dependiendo de cuánto de nuestra cartera nos vaya en ello. Ya saben.

Lo peor de todo en esta sinrazón es que no crean que no hemos sido prolijos en legislar, firmar y apostillar en mil y un papeles para cuidar de nuestros congéneres independientemente de dónde hayan nacido o de cuáles sean las causas por las que se les hace la vida imposible o se les quita. No, hay mucho hecho y, aunque falta todavía bastante más, la comunidad internacional se ha esforzado en dejar bien clarito que, cuando se abusa, todos estamos llamados a solucionarlo, con instrumentos avanzados como la llamada “R2P”, responsabilidad de proteger. Sí, firmado está. Pero la praxis es bien diferente a la retórica, y son muchas las personas que hoy siguen sufriendo doblemente. Por una parte, por las condiciones políticas, sociales y de conflicto en muchas zonas donde se les condena a todo tipo de dificultades, muchas veces perdiendo su vida. Y, por otra, por la inacción del resto de la comunidad internacional. De los países, que miran para otro lado o que a veces hasta invitan a su represor a organizar unos partidillos de fútbol cuando no les conviene afearles la conducta o enmendarles la plana.

Les cuento todo esto porque el próximo lunes es el Día Mundial del Refugiado. Y de la Refugiada, claro está, haciendo aquí hincapié en que ser mujer es siempre un elemento más en la ecuación para estar en situación de pobreza y exclusión y, también, para ser lastimada en situaciones de conflicto. Y en tal tesitura, sigue habiendo muchas personas que solamente tienen una dura, difícil y triste opción para salir adelante. Y esa no es otra que huir, poner millas de por medio y tratar de conseguir llegar a un lugar donde no se les persiga, quizá por anhelar la libertad donde campa por sus respetos la dictadura, quizá por empecinarse en no esconder y tratar de vivir una orientación sexual diferente, a lo mejor por pertenecer a una minoría étnica o por cualquier otro aspecto ligado a su persona. Elementos que muchas veces aquí nos pueden parecer propios de un pasado, por cierto no tan remoto, pero que en otras latitudes siguen estando al orden del día de forma lacerante y espantosa.

Soy de los que piensan, aunque pueda parecer una obviedad, que cualquier persona merece un trato digno. Y digo esto porque tal aseveración, en función del contexto y de la situación, no es evidente. Díganselo a quien trata con personas, con derivadas y consecuencias evidentes en los clubes de carretera que tristemente tapizan el mapa de Galicia. O a quien no duda en mutilar o asesinar para, pongamos por caso, conseguir órganos para el mercado negro. O a quien no tiene miramientos en esclavizar por una cuestión crematística. Sí, cualquier persona merece un trato digno. Y, cuando este no existe, a pesar de que sea difícil muchas veces, la única solución es la de quitarse de en medio, la de huir. Aunque dé vértigo, implique muchas lágrimas, o equivalga a la renuncia, quizá para toda la vida, a los seres queridos y a la tierra que amas.

No hablamos de algo menor. Hoy ochenta millones de personas están lejos de sus casas por persecuciones, conflictos bélicos, violencia o violaciones de los derechos humanos en sus países de origen. No se considera aquí el refugio económico, que implica otra realidad y otras circunstancias, pese a ser también motivo de enorme exclusión y de movimiento de personas. Ochenta millones de solicitantes de asilo y refugio que, en muchas ocasiones, se estampan contra barreras burocráticas o intereses cruzados que hacen que sus peticiones no sean atendidas. Y que quedan entonces en limbos donde pueden volver a vivir otro calvario, extremadamente vulnerables ante mafias y redes criminales.

La calidad de una sociedad no se mide por el estado de bienestar de su segmento más alto. No. La misma está mucho más relacionada con cómo vive la media, y con qué franjas bajas de desarrollo humano son universalmente superadas. Es por eso que, además de por los evidentes motivos éticos y humanitarios, deberíamos remar todos juntos para construir una visión nueva de la inclusión, tanto a nivel local y regional como global, apostando por logros retadores y políticas maduras y eficaces, impulsando un movimiento multilateral en tal sentido. Y no será un brindis al Sol, no. Los tiempos difíciles que se nos avecinan, con múltiples frentes ya hoy abiertos en la adaptación a cambios globales que van a más, harán absolutamente necesario el abordaje de tal escenario. Es preciso vivir todos mejor, para que nuestra vida sea más viable. Y en ese “buen vivir”, —“Sumak Kawsay”, tal y como es recogido en la Constitución de Ecuador— el ingrediente más imprescindible es el derecho a la vida, a la no persecución y a una existencia en armonía. Justo todo aquello que muchas personas hoy tratan de conseguir cuando escapan del más profundo de los infiernos.