La Opinión de A Coruña

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Juan Gaitán

Sandías

La sandía, igual que Jasón o Marco Polo, hizo un viaje maravilloso antes de llegar aquí, a resplandecer en los puestos del mercado, dándole un toque rojo vivo al verano. La sandía viene de África, dicen que de su oriente, de lo que hoy es Sudán. Ni Homero ni Virgilio debieron saber de ella, porque no aparece ni en la Ilíada ni en la Eneida. Sin embargo, los faraones ya se deleitaron con su corazón de agua. Lo sabemos porque en un papiro egipcio de hace 4.450 años ya se representa un fruto parecido a una sandía, y como siglo y medio después, hace unos 4.300 años, en la pared de la tumba de Khnumhotep (que fue un alto funcionario, supervisor de la manicura real, confidente real y sacerdote de Ra), alguien dibujó, junto a unas uvas, un fruto grande, gordo, verde y rayado. Una sandía.

Quizás en estos tiempos abrumadores que transitamos ni siquiera un alto funcionario como Khnumhotep, alguien con la inmensa responsabilidad de la manicura real, pudiera pagarse el lujo de comer sandía. Está por encima de los ocho euros una pieza de cinco kilos. Más caro aún si compras media o un cuarto por aquello que ahora llaman “la tasa single”, que en español es el sobreprecio que se paga por vivir solo.

Por eso los analistas económicos han tomado la sandía, la humilde, africana, maravillosa sandía, como metáfora de la inflación mientras las redes sociales se llenan de memes sobre su precio desorbitado.

Está imposible la sandía, y por eso quizás ahora me apetece más. En mi infancia siempre hubo una sandía. En mi humilde barrio de extrarradio donde aún debatían el asfalto y el campo, frente a la casa del peón caminero, entre dos inmensos eucaliptos de los que no queda ni la sombra, en cuanto llegaban estos días un hombre tendía un toldo bajo el que instalaba su puesto de sandía y melones. Era el inicio oficioso del verano. Siempre venía antes de San Juan, pero era como si al desplegar su toldo desplegase también el solsticio, y ya permanecía allí hasta los primeros días de septiembre, un poco antes del equinoccio, cuando los niños empezábamos a preparar el regreso al colegio y el comienzo real de un nuevo año. El hombre recogía el toldo y con él las últimas luces del verano.

También en los días de playa siempre había una sandía enterrada en el rebalaje, refrescándose. Corríamos los niños por la orilla saltando las sandías, una cada tres o cuatro metros, cada familia la suya. Ya no se ven sandías enterradas donde el agua dimite. Supongo que las costumbres han cambiado tanto como su precio. Antes era una fruta humilde para gente humilde con la que incluso se hacían chistes. Cuando se puso de moda y era tan exquisito el melón con jamón, se decía que los pobres comían sandía con mortadela. Otros tiempos, casi ayer, pero en el siglo pasado.

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