La Opinión de A Coruña

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Juan Tallón

Bolígrafo no tenemos

Todo el mundo en la tierra solía tener un bolígrafo. En cualquier casa abrías un cajón y aparecían cinco. Atesoran cierta perfección, como la cuchara o el asiento. Con el tiempo, fuimos reduciendo su uso. Yo salía a la calle y, hasta hace un año, ya nunca llevaba uno. Cada quien tiene una pequeña lista de cosas que intenta no olvidar al irse de casa, ya que todos somos propensos a dejarnos algo importante al marcharnos. A menudo son las llaves o la cartera. Un día yo descabalgué el bolígrafo de la lista. Cualquier cosa que se me ocurriese me parecía que podía escribirla en las notas del teléfono.

Pero una mañana, al dirigirme a Correos, advertí que no había escrito la dirección en el sobre. Por suerte, al pasar por la Alameda, me fijé en tres chavales y les pedí prestado un bolígrafo. Me miraron rarísimo, como si les acabase de ofrecer drogas o sexo. Eso, quizá, les hubiese parecido más lógico. Respondieron que no tenían, aunque los tres llevaban mochila. “¿En serio no tenéis un bolígrafo?”. Negaron con la cabeza. Tal vez vieron en mí a alguien a punto de atracarlos, y optaron por sacudirme de encima. Me alejé, vapuleado.

Al pasar por delante de un escaparate espié mi reflejo, a ver qué pinta llevaba, y si mi camiseta favorita, llena de agujeritos y de color exazul, resultaba de verdad repulsiva, como dice siempre mi pareja. Después, compré un Bic para anotar la dirección en el sobre y enviarlo. Su uso casi se volvió una de esas triquiñuelas que sirven para solucionar problemas enquistados. Donde no hay salida, y solo cabe la rendición, el problema se soluciona con un subterfugio. La vida sería demasiado ardua sin recurrir a ellos esporádicamente. Son una solución para un minuto concreto, como cuando doblas un cartón y lo pones debajo de la pata de la mesa. “Ya no cojea”, anuncias. El uso del boli desplegó un gran poder sobre el sobre. En el momento que arrancó a escribir, casi pude oírle decir “Aquí se hace lo que yo diga”.

En 1999, en una entrevista en The Paris Review, preguntaron al historiador norteamericano Shelby Foote si era cierto que en su día, a mitad de la escritura de su monumental La guerra civil, “había comprado todos los bolígrafos que quedaban en los Estados Unidos” con los que solía trabajar, de la marca Esterbrook. El fabricante se había arruinado, y a Foote se le agotaban las existencias peligrosamente. Un día entró en una papelería al otro lado del hotel Algonquin de Nueva York, y al ver que tenían Esterbrook del modelo Probate 313, les compró todas las plumillas.

Desde mi fracaso en la Alameda salgo de casa siempre con bolígrafo. A las cuatro semanas, de hecho, volvió a reivindicarse su superioridad sobre las máquinas cuando se me estropeó la impresora. Bien es cierto que las historias de impresoras siempre acaban mal. Al final ella muere o te deja. Es antipática, fría, insidiosa. Cuando buscas el fallo, no tiene. Falla porque es perfecta y debería funcionar, porque es una hija de puta. No se somete al amor eterno, como sí hacen los bolígrafos.

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