La Opinión de A Coruña

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Isabel Olmos

La vida son 200 años

Este lunes fue 4 de julio, una fiesta altamente celebrada por los norteamericanos y, durante menos años, sin tanto confeti pero de manera íntimamente sentida, también en mi familia. Porque fue Santa Isabel. Yo no sé ustedes, pero hasta que llegaron los tiempos modernos se imponía en mi casa esa tradición tan de clan y esencialmente tribal de repetir los mismos nombres, generación tras generación, en un intento de homenajear a quienes se fueron y mantener siempre encendida la llama de su memoria en el árbol familiar.

Yo soy Isabel, como anteriormente lo fue mi tía, mi abuela, mi tatarabuela y trastatarabuela (la madre de mi tatarabuelo), la primera hasta donde yo tengo constancia. Esta Isabel primigenia nació hace casi 200 años, alrededor de 1830, en Cedrillas, un pueblito pequeño de Teruel crecido bajo la protección de un imponente castillo que, no obstante, no conseguía aliviar a mi ancestra aragonesa del duro trabajo en el campo, en la casa y con los animales en invierno, verano, noche y día. Se casó, tuvo hijos (afortunadamente para mi tuvo uno en concreto) y nunca sabremos lo que pensaba, soñaba y si tan so lo creía que ella podía tener una vida mejor, diferente, menos dura o simplemente aceptaba lo que le había venido y lo que era. Quizás, creía ella, desear una vida diferente —algo que ahora nos permitimos hacer cada uno de nosotros tres o cuatro veces al día en una insaciable insatisfacción— era entonces una cosa de ricos, de otros y lo que tenía es lo que había y punto. Sea como fuere no fue longeva y falleció a los 50 y pocos, viviendo más de la mitad de su existencia bajo el reinado de otra Isabel, la II, nacida en su mismo año pero en las antípodas en todo de la madre de mi tatarabuelo.

Para mí, no obstante, la segunda Isabel no será nunca la Borbón, sino la también aragonesa (en este caso de Alcalá de la Selva) que se casó con el hijo de la primera. Dicen quienes la conocieron que cuando empezó la Guerra Civil dijo, ya casi octogenaria, que una guerra era la peor desgracia que podía suceder, porque ella ya había vivido una anterior —la Tercera Guerra Carlista— que no podía olvidar. Tras una vida que la llevó hasta Cataluña, en Amposta murió durante uno de los bombardeos franquistas a la zona del Ebro.

Por esas fechas, mes arriba o abajo, y 150 kilómetros más al sur, su nieta, la tercera Isabel, debe rondar los diez años de edad y, junto a su madre y hermanas, aguarda temerosa las noticias del frente. Antes lo tenían todo; después no les quedará nada. Nada de nada. Y deberán empezar de cero. Desde la playa de Almenara, en Castelló, irá plantando semillas para una nueva vida. No se cumplen todos sus sueños pero, como la conocí, puedo asegurar que a diferencia de su bisabuela de Cedrillas, esta Isabel sí deseó a lo grande e imaginó un nuevo mundo que conocer, aunque un contexto asfixiante y la vida, sobre todo la vida, la golpearan con la muerte de la cuarta Isabel, su hija, con tan solo 14 años y tras una larga enfermedad infantil.

Si quien les escribe, la quinta y última de la saga, sobrevive al año 2030, la existencia de estas anónimas cinco Isabeles habrá abrazado 200 años, cuatro guerras civiles, siete Constituciones, la independencia de América Latina, Marruecos, golpes de estado, hambrunas, epidemias y sequías pero, sobre todo, mucha historia de la mal llamada pequeña, esa que se escribe cada vez que sale el sol, un día cualquiera, en una vida normal, anónima e íntima.

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