La Opinión de A Coruña

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Mercè Marrero

Mi espacio

Regalamos nuestro espacio personal alegremente. Lo hacemos en cada tarjeta de fidelización que rellenamos, en las publicaciones que compartimos, en nuestros Me gusta, en los kilómetros que sumamos al pagar gasolina o en las aplicaciones que nos descargamos. Amazon sabe más de nosotros que nosotros mismos. Conoce nuestros impulsos, debilidades, obsesiones y puede estimar nuestra capacidad económica. Al salir de entrenar, una aplicación me pide si estoy satisfecha con el centro y profesionalidad de la monitora y, después de comprar unos pantalones, una notificación en el móvil me sugiere tiendas similares en el barrio. Infravaloramos nuestra privacidad. Nos cuesta saludar a nuestra vecina o dar los buenos días en el vestuario del gimnasio, pero nos resulta facilísimo abrirnos en canal ante el mundo y admitir nuestros problemas mentales o compartir una foto de nuestro bebé recién nacido. No sentimos pudor al airear nuestras emociones e intimidades, nuestros enamoramientos o rupturas. No digo que esté mal. Simplemente, me llama la atención lo poco que protegemos ese espacio que está entre nuestra piel y el resto de personas.

Una de las mayores intromisiones en nuestra esfera privada es que te agreguen a un grupo de WhatsApp sin motivo de peso. Una vez me sumaron a uno en el que estaban las personas con las que coincidía en la comida. La sorpresa llegó cuando descubrí que el objetivo de uno de los integrantes de ese grupillo diabólico era hacer y compartir fotos tan innecesarias como el momento en que le dabas un bocado a la pizza cargada de queso o a la hamburguesa rebosante de huevo frito y kétchup. El tío, además de colgarlas sin permiso, adjuntaba un comentario jocoso sobre la pobre víctima. Lo hacía, seguro, sin malicia, pero maldita la gracia. Pasó un tiempo antes de que decidiera dejar el grupo. Fue cuando me vi sorbiendo espaguetis con tomate. Siempre me ha costado dar el primer paso. Por eso, soy la única participante de cientos de grupos de los que jamás me atreví a salir. Única participante y un poco cobarde.

Mi espacio, tu espacio, también es el silencio. Fantaseo imaginando poder elegir el nivel de ruido con el que querría convivir. Será que me hago mayor, será que debería irme a vivir a una ermita, pero invierto tiempo diseccionando los sonidos que no me afectan de los que sí. En el lado bueno está el tintineo de vasos y cubiertos a través de un balcón, porque me recuerdan al verano. Los susurros, risas y besos en la mesa de al lado, porque me flipa que la gente se guste, se desee y se quiera o el suspiro de mi perra cuando viene a dormir a mi lado, porque me hace sentir bien que quiera estar conmigo. En el lado malo están los tubos de escape trucados, los chillidos a horas intempestivas, la música en la playa, los conductores de claxon fácil, los arreglos domésticos en días festivos o reciclar el cristal de madrugada.

Mis cuatro tías abuelas venían a casa los domingos, el día de la comida familiar. Las recuerdo muy bajitas, mayores, estupendas y arrugadas. Una de ellas se pasaba media comida mandándonos callar y otra solo nos recomendaba que nos protegiéramos del exterior. Creo que, con el tiempo, he acabado convirtiéndome en una mezcla equilibrada de ambas.

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