Sean ustedes felices en este día del Carmen, en el que recuerdo especialmente a mi tía Carmiña. Ya saben lo que toca ahora: mi perorata, habitual en tiempos tan tórridos, reivindicando mis queridos dieciséis graditos, aderezados con unas lluvias en sus diferentes modalidades. Lo siento, ya saben que soy así. Pero, por lo menos, digo lo que siento y lo que me va bien. Estoy seguro de que muchas personas aún siguen guiándose por el manido cliché de “mal tiempo, buen tiempo”, pero cuando viene la ola de calor lo pasan horrible. Ya ven, yo soy claro: me gusta el fresquito, como buen “rapazolo atlántico”, y eso es lo que hay y lo que les cuento. Pero hablemos de ustedes... ¿Disfrutan con este tiempo tan caluroso, o no?

Lo que está claro es que estas temperaturas, de tal calibre y tan sostenidas, no nos benefician. Hemos hablado aquí mil veces de las consecuencias, no ya en términos de la evidente sequía o de la peor calidad del agua, sino que hay muchas otras derivadas que conviene no perder de vista. Para empezar, la afectación de los cultivos y, muy especialmente, la dinámica de población de plagas. Tanto en el ámbito agrícola, donde pueden hacer estragos a corto y medio plazo, como en el de nuestra salud. Ya se lo he comentado más veces: hoy nos enfrentamos a insectos antes nunca vistos en estas latitudes o a cambios en patrones migratorios de aves, todos ellos vectores de enfermedades peligrosas a veces. Y la cosa irá a peor. Por todo ello, y porque el frío es vivificante: ¡vivan esos dieciséis graditos!

Pero eso ya lo decíamos en otras ocasiones y en un muy reciente artículo, dedicado a desmontar el mito de la bondad de “Galifornia”, en el que nos decantábamos por nuestra Galicia de siempre, mucho más verde y fresquita, tranquila y segura. Hoy, sin abandonar el tema, quiero sin embargo meterme en el núcleo duro de nuestro comportamiento frente a otro tema muy íntimamente relacionado, como es el del consumo energético ligado al combate del frío y calor. Porque ante los fenómenos extremos que implica el cambio climático, con episodios más acentuados de intenso calor e intenso frío, la disponibilidad y coste energéticos adquieren especial relevancia y protagonismo. Si a eso sumamos la inestable situación internacional y el devenir económico de los últimos meses, imaginen lo importante que es revisar nuestra actitud en un ámbito —el de la climatización y calefacción-—tan intenso en consumo de recursos.

Para concretar más, hablaré de las medidas aprobadas estos días por el Ejecutivo en relación con la limitación termostática en edificios oficiales. Y es que parece ser que el próximo invierno estos no podrán tener seleccionado en su termostato un punto de consigna mayor de diecinueve grados. O que, con efectos inmediatos, la temperatura mínima admitida en el del equipo de aire acondicionado es la de veinticinco grados, aunque en algunos medios leo que es de veintisiete. En cualquier caso, medidas reales ¡por fin!, distintas de la verborrea que se maneja generalmente en tal sentido por parte de variadas instituciones, sin gran aplicación práctica. Estas sí, y son claras. Y, en tal sentido, se agradecen.

Miren, yo no encendí la calefacción central —de prohibitivo propano— este invierno, con lo que la temperatura en casa estuvo muchas veces en torno a los catorce grados. Así ahorré, contribuí a un menor gasto energético y, a la vez, emití mucho menos dióxido de carbono a la atmósfera. Es bien cierto que una estufa de pellets corregía esto de forma puntual en la sala, donde hubiera sido imposible estar allí parado a tal temperatura. Pero no en el resto de habitaciones. Y, ¿saben lo que les digo? Que a todo se acostumbra uno. Matizo: no cualquiera, claro. Si hay niños pequeños, mayores o personas con delicado estado de salud, no. Pero, en otro caso, me da a mí en la nariz que se pueden hacer muchos pequeños gestos en el ámbito personal, de manera que su suma implique un cambio ingente en nuestro patrón de consumo energético. Y a todo se acostumbra uno. En casa, a tres grados menos, ya que antes teníamos el termostato en diecisiete grados. Y, miren, para dormir no se nota. Y salvo ese pequeño “lujo asiático” de la sala a diecisiete o dieciocho grados, el resto no es necesario calefactarlo. Lección aprendida, que estoy seguro repetiremos en posteriores inviernos, al menos si son tan suaves como el último.

Es importante que entendamos que una cosa es la lírica y otra la vida real. Y debemos avanzar en mil aspectos para mejorar la eficiencia en lo que gastamos. Para corregir décadas de despropósitos en el terreno del consumo energético y en el dispendio, en general, de los recursos. Pero esto implica valentía. Y, sinceramente, en general no la veo. Se pontifica sobre la cuestión, pero no se aterriza en la realidad. Por eso estas medidas, para empezar, me alegran. Me dan esperanza de que podamos ir entendiendo la magnitud del reto global al que nos enfrentamos y, a la vez, serán medidas operativas, concretas y pertinentes. Y, aunque se pongan en marcha con motivación económica, implicarán también mejora en lo medioambiental. Y eso mola.

Cuídense. Vayan por la sombra, que ya saben que los bombones al sol se derriten. Escribiendo esto me acuerdo de Ángeles, una querida amiga que lo decía, a la que hace tiempo que no veo. Por eso voy a introducir también el término amistad en la ecuación, a modo de coda, con la que hoy despido estas líneas. Sean felices. Tengan amigos y amigas de verdad, mucho más allá de la “red asocial”. Y ya puestos a pedir, modulen su consumo energético... ¡Y bienvenidos a la ética y la estética del frío!