Cualquier prenda de ropa que te compres viene cargada de etiquetas. Incluso unos simples gayumbos vienen cargados de información colgante que, más allá de los consejos de lavado, poco o nada aporta al nuevo dueño. Ni te cuento lo que puede venir en unos pantalones o una camisa, a la espera de unas tijeras que dejen el panorama menos invadido. El exceso de etiquetas no solo sale del armario. Florece en todos los territorios del ser y del estar. Las redes sociales son un caladero privilegiado. Das una vuelta por la del caralibro o la del pajarito y entras en contacto estrecho con la estrechez de miras de quienes se pasan la vida juzgando a los demás y colocando una etiqueta bien visible que los catalogue. La adjetivación como horma de zapatos que buscan talones de Aquiles para rozar. Y herir, si es posible. Plantar un opino es todo ventajas: no hay que esperar para ver cómo crece, y más si no se toman la molestia de argumentar la palabrería. Se coge la etiqueta que se desee, se busca a alguien a quien pegarla y listo. Todo bien ordenado por categorías. Te pueden etiquetar por tus gustos musicales, por tu forma de vestir, por tu manera de caminar, por tus preferencias sexuales y por lo que se supone que votas y vetas. No hay familia sin etiquetadores oficiales ni lugar de trabajo ni tertulia donde no se recurra a la grapadora o los adhesivos para el clasificado de los demás. La publicidad se aprovecha de ello, claro. La de perfumes y cosmética lo hace sin recato. La de coches siempre pisa el acelerador en esos asuntos de ca(ra)melización. Quieren que no te sientas un consumidor etiquetado más y te ofrecen ser diferente, como esa chavalería que utiliza ropa de marca lo más rota posible para pensar que son un espíritu libre que se opone a ser domado mientras persiguen la liebre de la uniformidad.