Cada árbol es un ser perfecto, al que no todos los humanos ven siempre con los ojos adecuados. Les parece algo menor, algo sencillo. Y no es así, y no siempre es culpa de ellos pensar de esa manera… Han sido décadas de educación y vida muy de espaldas a la Naturaleza, con estímulos muy diferentes. Y así ha salido una sociedad que busca replicar en el metaverso la vida real, en las redes sociales la amistad y en la realidad aumentada las sensaciones auténticas. ¿Qué nos pasa? ¿Qué le pasa a la Humanidad posmoderna? Estoy preocupado, amigos y amigas, porque todo empieza a parecerse demasiado al escenario que nos pinta Juan Parcero en su inquietante A soidade selénica (Galaxia, 2022), que les recomiendo. Al yermo paisaje también presente en otras obras, ya desde hace tiempo, y que nos muestra un mundo destruido, devastado y… muerto.

Cada árbol es un ser perfecto, sí. Y no solamente cada árbol, sino cada planta mucho más sencilla. De las briofitas, como los musgos, a las más evolucionadas pteridofitas, como nuestros “fentos” de siempre, y de ahí a estructuras mucho más sofisticadas. Cada célula vegetal, con sus cloroplastos, es un canto a la vida. A la nuestra, por ejemplo, porque la función clorofílica —la fotosíntesis— sigue sacándonos las castañas del fuego, a nosotros, orgullosos, pretenciosos y desnortados mamíferos superiores. Y es que si no fuese por cada retazo verde del bosque y de la pradera, hace mucho que estaríamos muertos.

El nivel actual de oxígeno en el aire es de un veintiuno por ciento. No siempre fue así y, de hecho, su disminución drástica supuso cambios importantes en los ecosistemas, con desaparición de los organismos menos viables. Los más grandes y menos adaptables, por ejemplo. Esa disminución drástica del oxígeno estuvo relacionada con cambios climáticos naturales que a su vez implicaron una mucho menor masa forestal y que, con el tiempo, llevó a tal reducción. Pero no lo olvidemos, el nivel de oxígeno está íntimamente relacionado con el del éxito de la vegetación que nos rodea, que a su vez retira dióxido de carbono. Por eso yo les cuento que, por muy atorado que tenga el jardín de restos de biomasa procedente de las podas anuales, jamás quemo nada. Lo trituro y lo devuelvo a la capa fértil del suelo. Pero no les hago el feo a las queridas plantas, que me protegen y me cuidan, de revertir la fijación de carbono de toda su vida en unos pocos minutos. No toca.

Pero las plantas hoy arden sin control. Los árboles. Las fragas. Las devesas. Las “carballeiras” y los “soutos”. Todo. Algunos incendios parece que han tenido su origen en el aparato eléctrico asociado a los fenómenos meteorológicos de los últimos días. Otros supongo que no, por lo que he oído en las noticias. Incluso algunos serán provocados, en el colmo de la abyección humana. Y, al calcinarse cada trocito de bosque o de pradera, lo hacen nuestros pulmones. Y, mucho más allá de nosotros y nuestra estúpida petulancia, la lógica armónica del Universo. Lo hace Gaia, en su conjunto. Y el resultado nos costará muy caro, en algo mucho más importante que dinero.

Hoy tenía pensado hablarles sobre la necesidad, desde mi punto de vista, de revertir el proceso de mundialización económica hoy existente. De mitigar sus efectos, al menos. De suavizarlo. Porque, a estas alturas, podemos tener ya claro que el mismo solamente deviene en un mayor grado de concentración de la riqueza, más problemas globales y mucha mayor precariedad y fragilidad a nivel planetario. Que se lo pregunten, si no, al trigo que antaño poblaba la Tierra de Campos. O a todo lo que hoy arde como yesca, terrenos abandonados que un día fueron productivos y fijaron población al campo, mostrando la relación entre tal temática y la que hoy esbozamos. Ya tocaremos ese tema, sobre el que me gustaría preparar una pieza más larga, quizá el capítulo de un libro. Pero hoy era urgente hablar del fuego abrasador. De la destrucción de parajes tan singulares, hermosos y sencillos como Vilamor, Vilar u otros núcleos de la querida sierra de Novoneyra. O de la Sierra de la Culebra, o de Sanabria. O de Valdeorras. O de Las Hurdes o El Jerte. O… qué más da porque, al fin y al cabo las plantas no entienden de gentilicios. Son seres del todo, como lo somos usted y yo, aunque muchas veces no nos lo creamos. Y es que, cortos de miras, hemos puesto puertas al campo y no entendemos lo que se nos está escapando a manos llenas: la propia vida y el futuro de un planeta alucinante, cada vez más acorralado.

Queridos y queridas, hace falta hacer algo. Algo importante de verdad. No sé qué será, pero ha de redundar en una mejora urgente y global en las condiciones de vida y, al tiempo, en un mucho mayor cuidado de nuestro entorno. Hace falta recobrar ese objetivo, mucho más allá de los vacuos deseos de políticos acomodados, y actuar. Y hacerlo en el nombre de un futuro mejor, de forma generosa y desinteresada. Hacer algo que modifique un modelo que nos daña y que destruye y mata.