Los veranos de mi infancia y adolescencia están ligados al olor del monte quemado, a los incendios fantásticos y dramáticos que en el silencio de la noche o bajo la reverberante luz del mediodía devoraban en grandes frentes redondeados y humeantes los montes de O Galiñeiro y A Groba. En pocos años y al transformarse los focos ocasionales en estampa habitual y tan extendida que acababa cercando el horizonte, apareció la imponente imagen de los hidroaviones recargando agua en la bahía, convirtiendo el rugido de los motores en fondo sonoro del verano.

De entonces a ahora el monte se ha transformado, ha agudizado su abandono. La agricultura y la ganadería han desaparecido; la extensión del eucalipto ha dejado en las impenetrables y caóticas plantaciones un grueso depósito de material combustible que nadie recoge y los propietarios del monte manejan una contabilidad que ignora la partida doble: sólo cuenta el ingreso.

Quizá por esta fundamental razón de que se ha prescindido de la franja de prados, campos trabajados y pequeños huertos alrededor de las casas y se ha aprovechado hasta el último y codiciado palmo de terreno para plantar los eucaliptos, el fuego quema ahora ya a las personas. Es este un decisivo factor diferencial de los incendios actuales respecto a los de hace unas décadas.

Es inabarcable la bibliografía existente, solo en Galicia, sobre los incendios forestales. Los sesudos análisis evidencian la ausencia de patrón alguno en los causantes y en sus móviles. Pese al delirante derroche de recursos y horas dedicadas en farragosas comisiones parlamentarias de investigación, las conclusiones son nebulosas, inconcretables y paupérrimas.

El monte gallego arde sistemáticamente en verano y, a veces, también en invierno. Las sospechas de los intereses corporativistas envenenan la buena fe imprescindible. Unos quieren ver en “a industria do lume” la mano negra de las empresas propietarias de medios de extinción; otros, tras el lema de que “los incendios se apagan en invierno” acentúan el interés de los trabajadores temporales de las brigadas y sus sindicatos por extender estos contratos durante todo el año y, con la legislación laboral actual en la mano, a su consecuente estabilización y funcionarización.

El monte arde con furia incontenible. Mientras rinda réditos políticos y atraiga el interés morboso de los medios sobre los daños a las personas y sus bienes, se seguirá hablando de ellos. Después, solo quedará la tierra quemada.