Mi amigo se ha presentado de nuevo a las oposiciones a docente de Secundaria y Bachillerato. No ha podido ser, una vez más. Y está preocupado no por este hecho pasado, sino por el futuro. Por las convocatorias de los próximos años... Verdaderamente está en un dilema.

Mi amigo se había presentado ya en los noventa. Él tenía experiencia como docente, un contrato en otro sector, y fue por probar. Sin haberlo preparado, tuvo suerte. Él era entonces también profesor asociado de Universidad, y el tema que le “cayó” lo tenía fresco a mucho mayor nivel. Pasó las distintas cribas y hasta obtuvo el número uno del personal sin experiencia en la pública. Pero no sirvió de mucho. Aquella convocatoria estaba diseñada para promocionar al personal interino. El mismo secretario del tribunal se lo dijo, indicándole textualmente que tenía un hijo, al que le encantaría que le diese clase algún día. Él lo entendió y... pasó página. Se dedicó a muchas más cosas...

Volvió a presentarse en 2016. Entonces no pudo prepararlo pero... la flauta volvió a sonar por casualidad. Pasó los diferentes filtros y... se quedó en la segunda fase, donde hay que presentar una programación didáctica y exponer una unidad didáctica. Él no estaba demasiado familiarizado con “la nueva ola” en tales menesteres, derivados de la Lomce. Le replicó al inspector presidente de su Tribunal diciendo que, tal y como iba la deriva educativa, creía que lo fundamental era ilusionar al alumnado, y hacer que vibrase con el conocimiento per se, no por sus aplicaciones prácticas, sino por lo que implica de mejora personal y colectiva. No hubo más que decir. Volvió a entenderlo y... al hoyo de nuevo.

Volvió en 2017 y 2018 porque la norma lo exigía para permanecer en las listas, sin apenas tiempo para estudiar porque en aquel momento estaba a otras cosas en lo laboral, que le ocupaban todo el día, entonces en educación privada. No pasó a la segunda fase. Tampoco en 2019, ya trabajando en la educación pública. Ni en 2020, celebradas en 2021 por aquello de la pandemia. Bueno... más adelante.

Mi amigo obtuvo la mejor nota de problemas en su tribunal, y creo que de las mejores de todos los demás de su especialidad, en esta convocatoria de 2022. También tenía un baremo de méritos de 9.3 sobre 10. Iba viento en popa a toda vela... Pero volvió a estrellarse. La programación didáctica, ahora en el marco de la Lomloe, fue de nuevo un escollo que le hizo naufragar. Mi amigo se queja de cierto sesgo en unas pruebas encorsetadas y rígidas, que no son anónimas y que están impregnadas, a su juicio, de subjetividad. El gran drama de mi amigo fue explicar que haría los exámenes de evaluación a alumnos de segundo curso de Bachillerato —tres por curso— por la tarde. Para la presidencia de su Tribunal eso fue terrible: “los niños tienen vida”, le indicó el miembro de inspección que ostentaba tal responsabilidad. “Y los profesores también”, replicó él, “pero es imposible hacer un examen de evaluación de dicho curso en cincuenta minutos, la mayoría del alumnado suele pedirle al profesorado su implicación quedándose por la tarde para tales pruebas de forma generalizada y hasta es bueno sacar de su zona de confort a alumnos y alumnas, de forma que así las pruebas se parezcan más a las de las ABAU, antigua selectividad”. También chocó con el Tribunal en el carácter más o menos cuantitativo de la evaluación de los estándares de aprendizaje, habida cuenta de que la Lomloe va en una línea menos numérica... Mi amigo insiste en que eso de evaluar cualitativamente habrá que aprenderlo, con mucha voluntad y, en principio, sin demasiada idea de cómo se hace.

Mi amigo está convencido de que las fórmulas de selección basadas en letanías imposibles, memorística inabordable y que poco aporta y soluciones muy alejadas de la praxis en cualquier departamento son, cuando menos irreales. Por el contrario, cree en la empatía con el alumnado, la capacidad docente y un estilo propio que, por lo que me consta, alumnado, familias, compañeros y equipos directivos valoran mucho allá por donde pasa. Mi amigo es un caballero, y felicita sinceramente a todos sus compañeros y compañeras aprobados en este proceso con plazas no cubiertas, a los que les desea lo mejor. Y cierra un proceso ya pasado pero, al tiempo, mira con perplejidad a un hipotético futuro donde ve que, a pesar de que los vientos le son favorables en muchas de las pruebas y cribas, no habla el mismo idioma —cambiante y nunca bien definido— de sus inmanentes interlocutores... Además lo volverá a tener difícil en los próximos años, ante nuevas transitorias para incorporación de personal con mucha experiencia específica en la educación pública y sin examen práctico, como en aquella primera cita en los noventa.

Mi amigo sabe que esa segunda fase —programación y unidad didáctica— es, en realidad, una gran impostura. Ni las programaciones de los departamentos reales se adaptan a los fuegos de artificio que se enseñan en las academias, ni todo lo que se cuenta —más bien una pequeña parte— se podrá llevar nunca a cabo. Mi amigo quiere ser natural, ofrecer su experticia al alumnado, como ya lo hace en el aula y con clases personalizadas gratuitas y telemáticas a todo el que le pregunta, y no revestir de humo y oropel algo que, en realidad, es más sencillo y genuino: tener tablas para enseñar. Y mi amigo de eso sabe, en la Universidad y en las enseñanzas medias: algunos de sus alumnos han ganado olimpiadas en su especialidad, y muchos otros han cosechado —ya desde 1992— éxitos en selectividad y otras pruebas. Mientras, él sigue probando suerte... Tanto le da ser o no funcionario, pero aspira a ser tratado bien —como todo trabajador— y, al menos, que no le “manden al paro” en los períodos vacacionales en el sector.

Mi amigo está triste, y yo le comprendo. Y más porque, como decía la canción de Pecos, “aunque aquellas cartas... las haya escrito yo”...