La Opinión de A Coruña

La Opinión de A Coruña

Juan Carlos Laviana

La corbata y la serpiente

Con el cambio climático se han extinguido las serpientes del verano. La sequía informativa ha dado paso a la profusión de noticias alarmantes. El monstruo del Lago Ness no puede competir, ni siquiera en agosto, con catástrofes, emergencias y crisis. Quedan vestigios, sí, como esa corbata que ha lanzado Sánchez a las fauces de los discutidores profesionales para cambiar de tema. Una corbata que hasta tiene cierta forma de culebra. ¿A quién le importa la corbata con la que está cayendo?

No hay más que echar un vistazo a la calle para comprobar que la corbata está en vías de desaparición. Solo la llevan los mormones de manga corta, algún pensionista que quiere revivir los viejos tiempos de opulencia y algún empleado anclado en la Oficina siniestra del tbo de Sopena.

Ya ha habido quien se ha ocupado de explicar científicamente la escasa eficacia de quitarse la corbata. Lo que sí resultaría eficaz —hace años ya lo descubrieron los mormones— sería quitarse la chaqueta. Como hacía Fraga, que se la quitaba desafiante cada vez que se acaloraba, que era muy a menudo, incluso en invierno, pero no por el calor sino porque tenía tendencia a encenderse como una tea.

En la Transición, que siempre estábamos en crisis, lo que nos pedían era apretarnos el cinturón. Siempre había alguien en la familia que respondía al televisor: “Sí, hombre como no sea ya para ahorcarnos”. Fraga tenía excusa, porque siempre llevaba tirantes con la bandera de España, que eso sí que es patriótico. Apretarse el cinturón debió de ser una de esas afortunadas consignas que Ónega ponía en boca de Suárez. Y el presidente se la hacía repetir a su ministro de Economía, el temible Abril Martorell, cuando los titulares de Economía y Hacienda eran ogros, como Boyer o Solchaga y, más tarde, Rato o Montoro. Aún da miedo pronunciar sus nombres.

Ahora, con la nueva política, los ministros ya no impresionan tanto. Nadie se imagina a la educada Calviño o la salada Montero ponerse serias y pedirnos que nos apretemos el cinturón. No impresionarían a nadie, nos las tomaríamos a pitorreo. Es más, seguro que en eso de apretarse el cinturón se encontraría algún viso sexista o políticamente incorrecto. Sólo mencionar la pretina despierta la memoria histórica de tiempos oscuros, felizmente superados.

Lo de la corbata contra el cambio climático ya lo trajo a colación Miguel Sebastián en tiempos de Zapatero, cuando no había olas de la calor tan sofocantes, pero sí había señores de negro que venían de Bruselas a meternos en cintura. Hasta el propio Bono tuvo que recordarle al ministro que eso no se podía hacer por respeto a los ujieres del Congreso, encorbatados y embutidos en su sofocante uniforme. Y eso que el Parlamento cerraba, y sigue cerrando, en verano.

El truco de despistar a la opinión pública cuando vienen mal dadas es tan viejo como el mundo. Mientras nos hacemos un nudo mental con la dichosa corbata —Soto Ivars sostiene que Sánchez quiere ser como Clark Kent cuando se cambia el traje por la capa de Superman—, nos olvidamos de los funcionarios que tendrán que trabajar a 27 grados en verano y a 19 en invierno, por no hablar de los pasajeros de trenes y autobuses atiborrados que tendrán que sufrir esas temperaturas. Los de Podemos ya hace tiempo que se quitaron la corbata, la chaqueta y hasta cambiaron la camisa por la camiseta, y de poco nos ha servido.

“¿Que me quite la corbata? ¿Qué broma es esta?”, dirá ese ciudadano que solo se la anuda el cuello en las bodas y en los entierros. O el chaval que va en moto por el Madrid de los 40 grados, con casco y portando en la mochila la comida del japonés de moda o el último capricho dé Amazon. Flaco favor hacen los políticos con la broma de quitarse la corbata o apretarse el cinturón. La lucha contra el cambio climático es algo mucho más serio. ¿No deberíamos estar hablando de otros recursos energéticos más eficaces, de replantearse la moratoria nuclear o de valorar la recuperación del carbón? Lo que está claro es que nos enfrentamos a una emergencia de consecuencias impredecibles y que, a día de hoy, nuestros políticos no saben cómo comunicárselo a los ciudadanos.

Compartir el artículo

stats