A ver si les suena la historia. El país “A”, pese a las advertencias de “B” de que no se le ocurra atreverse a ello, hace algo que a este último le parece intolerable. Es solamente un gesto, pero ya saben la potencia que estos pueden tener, y que los carga el diablo. A partir de aquí, “B” se declara indignado, rompe todos los frentes de diálogo y entendimiento con “A” y... pierden todos. No solamente “A” y “B”, que también, sino “C”, “D” y el resto de los comparsas en la feria... Bueno, todos menos uno. ¿Les parece si le ponemos “Y” por nombre? ¿Y quién es “Y”? Pues es evidente que el lobby armamentístico. La industria de los que fabrican las armas, cuyo acopio en situaciones de crisis adquiere dimensiones enfermizas, llegando a dar para destruir todo el planeta varias veces...

En realidad “Y” también pierde, porque sus accionistas y otros grupos de interés no dejan de ser personas que moran en el planeta común, y que también se verían perjudicados por una escalada global de violencia. Pero fíjense ustedes que, en su cortoplacismo y cortedad de miras —aunque le llamen estrategia—, en “Y” solamente están pendientes de su cuenta de resultados. Y sí, no cabe duda de que ciñéndose a eso, con la escalada de palabras, gestos y tortas de “A” y “B”, en “Y” ganan...

¿Piensan ustedes que les estoy hablando del reciente episodio de desencuentro programado entre Estados Unidos y China, escenificado a raíz de la visita de la tercera autoridad del primer país, Nancy Pelosi, a Taiwán? Bueno, pudiera ser que sí, pero verán ustedes que el esquema serviría para ilustrar muchos más capítulos de la historia reciente o no tanto. Y es que el cuento en cuestión está ya bien consolidado como paradigma en la estúpida batalla por matar primero... para morir después. Y es que... ¿no se dan cuenta de que eso de la sostenibilidad es cosa global, y que cualquier atisbo de destrucción termina impactando en todo el planeta?

La codicia es mala compañera, y como ya les he contado mil veces en esta columna que afirmaba el recientemente desaparecido profesor Arcadi Oliveres, las causas de las guerras son de tres tipos: económicas, económicas y, a veces,... económicas. Y que aunque las cuitas se disfracen de geoestrategia o de equilibrios regionales de poder, no dejan de ser pecuniarias. Crematísticas. Que afectan a la cartera, vamos. De eso va la etiología de los grandes males de nuestro tiempo y, por supuesto, del pasado.

Así las cosas, todo lo que podamos esperar de la escalada de tensión entre China —y Rusia con ella, por un lado—, y Estados Unidos y Europa, por otro, será malo. Muy malo. Porque la ruptura de relaciones entre tales gigantes en los ámbitos judicial, militar o climático, como hoy rezan los tabloides, nos perjudicará a todos. Y es que es muy difícil la gobernabilidad global y, por tanto, la mirada conjunta a todos los grandes temas que nos afectan, cuando se va por separado. Muy difícil y, generalmente, con consecuencias que pueden llegar a ser dramáticas.

Volvemos a tropezar en la misma piedra, pues. ¿En cuál? En la de romper la baraja, en la de salir del campo de juego enfurruñados con el balón en la mano, y en la de no tratar de tender puentes más que de romperlos. La piedra que emponzoña las relaciones humanas y la que, a la postre, destruye posibilidades de entendimiento y de mejorar la sociedad en los ámbitos local, regional y global. Y es que hablando se entiende la gente, por muy diferente que esta se crea. Y, cuando no se habla, se pierde la capacidad de cualquier entendimiento. Si se deja hablar a los misiles, a los drones y a los tanques, está puesta la primera piedra de la destrucción masiva. De la física, por supuesto. Pero también de la que afecta a la esperanza de un futuro mejor y a la de una sociedad que no siga cometiendo los mismos errores. Los que llevaron a las grandes guerras, a las grandes matanzas y a las peores espirales de incomprensión que ha tenido que sufrir la Humanidad.

Es por todo ello que esto me entristece. ¿Por qué? Porque unos y otros, en Pekín, Washington o cualquier otro centro de poder, volvemos a tropezar en lo mismo. En una mezcla impostada de orgullo, estupidez y exagerado cortoplacismo, pero muy fundamentado todo ello en el sempiterno interés económico de exiguas miras, que nos retrotrae a muchos momentos del pasado de los que no podemos estar especialmente orgullosos, o más bien todo lo contrario. Y sucede esto, de nuevo, en agosto de 2022. A ver qué lodos recogemos de esta nueva pelea de gallos. Les aseguro que nada bueno, ténganlo claro.