La Opinión de A Coruña

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Daniel Capó

Una selectividad nueva

El Gobierno ha decidido reformar radicalmente la selectividad y a mí no me parece mal del todo. En primer lugar, porque no creo que ninguna prueba —más allá de su dureza relativa— pueda transformar la educación de un país. En segundo lugar, porque una vez iniciada la reforma de la enseñanza primaria, secundaria y del bachillerato, resultaba inevitable rehacer el examen que da acceso a la universidad. Por mí se podría haber suprimido directamente —no lo digo de modo irónico— y no pasaría nada relevante. Hace años ya que el modelo educativo en España hace aguas y ningún gobierno —tampoco este— parece haber dado con la tecla para arreglar la avería. La falta de consensos, debida a una excesiva ideologización de la escuela, ha dificultado las políticas de largo plazo. Una burocratización también desmesurada ha atado de pies y manos a los profesores. Los profundos cambios sociales, culturales y tecnológicos han supuesto un maremoto en las aulas, cuyo alcance intuimos pero solo hasta cierto punto. Hoy resulta obvio que el pasado es inviable, aunque ese mismo pasado —más o menos lejano, más o menos idealizado— durante décadas haya respondido mejor a los estándares de nivel propios de la escuela europea. Al romperse la tradición por motivos difíciles de resumir, cabe preguntarse qué hacer a partir de ahora o, mejor dicho, qué van a necesitar nuestros hijos para navegar por el futuro con algunas garantías.

No hay respuestas únicas, aunque sí algunas seguridades si observamos con detenimiento a los países de éxito. En primer lugar, recuperar el dominio de las habilidades básicas parece esencial. Esto se resume en Lengua y Matemáticas: aprender a leer y escribir bien (lo que significa entender y razonar con cierta lógica) y dominar los fundamentos del cálculo. Las palabras y los números nos abren las puertas a la realidad. En segundo lugar, la globalización de la cultura exige un currículum rico y diverso; lo cual, de nuevo, supone leer mucho y bien —también en clase— y aprender idiomas —cuantos más mejor—. Y, si nos tomamos en serio el aprendizaje de las lenguas extranjeras, ¿por qué no abandonar el doblaje de series y películas y optar por la versión original subtitulada? En tercer lugar, la escuela debe potenciar las habilidades exploratorias del alumnado —proyectos de investigación, fomento de la autoformación— y promover una mirada esperanzada hacia la realidad; no para anular su espíritu crítico, sino para subrayar que el mundo es un lugar abierto en el que la mayoría de nuestros proyectos vitales son posibles si estamos dispuestos a luchar por ellos. Finalmente, la escuela debería saber detectar precozmente tanto el talento especial como las dificultades para el aprendizaje y actuar con rapidez a fin de responder a las necesidades especiales de estos alumnos.

La reforma de la selectividad puede suponer una aceleración hacia una mejora educativa o hacia lo contrario, pero lo más probable es que no incida ni para bien ni para mal. Y, en este sentido, sería conveniente que se relativizara su importancia o que se cediera a cada universidad el diseño de sus propios criterios de admisión. Porque la clave de la educación radica en una determinada forma de mirar que aspira a lo alto, a la excelencia, a la superación de uno mismo. Esto es algo que saben los países de éxito y no dudan en poner todos los medios a su alcance para lograrlo. Tendríamos que aprender de ellos.

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