La Opinión de A Coruña

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Juan Gaitán

Días de agosto

Se me está haciendo largo agosto. Ha pasado San Lorenzo, han llovido sus lágrimas perseidas y el verano se agosta. Agostar es un verbo con varias acepciones, la más frecuente la de “consumir, debilitar o destruir las cualidades físicas o morales”, según el diccionario. Es agosto, pues, un mes que a veces se agosta a sí mismo, consume sus días al mismo tiempo que los hace inacabables y plomizos, inalcanzable el descanso.

No sé qué me ocurre con agosto. Es un mes en el que pasa de otro modo el tiempo. Será por eso que es llegar sus días y todo se me vuelve nostalgia, recuerdos que emergen como si gotearan de un sueño. Y eso que de entonces, de aquel tiempo, casi todo lo he perdido. Y aun así, cuando llegan estos idus vuelvo a veces la cabeza, esperanzado, por si mi niñez sigue cantando aquel agosto en que bailaron las acacias. Porque hay un momento de la infancia, allá por los nueve, diez años, en que de pronto eras por vez primera capitán de ti mismo y te aventurabas a recorrer la orilla de las vides cuando el poniente venteaba la sal y sabías que el mar estaba llamándome con su voz de amigo. Y cruzabas los campos hasta encontrar tus propias huellas en la arena, y llegabas a tiempo para ver cómo el sol se ahogaba donde se moría el río, y comprobar que en bajamar las olas tenían el dorso ocre y se alzaba el hondo olor de la marisma. Y caminabas descalzo por el limo, acompañado de un silencio minucioso, y te era dado ver la lumbre última de la isla que esconde el agua, reconocer el antiguo misterio.

Había, en esos días sin tiempo, un modo perfecto de felicidad, aunque seguramente entonces no supiera reconocerlo, porque la vida es siempre un campo de batalla y el fragor no te deja reconocer los milagros, pero eran esas cosas las que le daban sentido a la niñez, a la vida, y hacían que agosto fuera ajeno a los siglos.

Sí, esas cosas. Tener diez años y un amigo. Cinco duros de sugus, la tarde entera en el agua, gafas y aletas de buzo, La isla del Tesoro en vez de la siesta. El olor del asfalto caliente, el terral y su soplo volcánico, el eco dormido del portal, la voz del agua en el aljibe. Un sendero que iba a la playa, un gato dormido bajo el toldo, la higuera y su perfume, la alberca y su agua verde. El olor de la viña al mediodía, el tacto de la tierra recién arada, la mirada de gallo de combate del viejo Joaquín, amanecer sin haber dormido. Así fueron aquellos agostos, y los gasté sin saber que los necesitaría tanto cuando todo estuviera agostado.

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