La Opinión de A Coruña

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Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

La víctima es el culpable

Treinta y tres años después de que el ayatolá Jomeini pusiera precio a la cabeza y demás partes del cuerpo de Salman Rushdie, un musulmán de California ha intentado ejecutar la sentencia dictada por el entonces Guía Supremo de Irán. Esto es lo que podría llamarse un crimen en diferido.

El asesino en grado de tentativa se apellida premonitoriamente Matar y ni siquiera había nacido cuando el trastornado Jomeini condenó a muerte a Rushdie; pero es que hay odios que no caducan.

Se ignora si Matar, que felizmente no ha matado al escritor sacrílego, cobrará al menos una parte de los tres millones de dólares ofrecidos en su momento por Irán a quien lo ultimase. No parece que el régimen iraní vaya a abonar la recompensa, una vez que asegura no tener nada que ver con el atentado. Sus líderes precisan, eso sí, que Rushdie y sus seguidores son “dignos de culpa e incluso de condena”. Lo único que les molesta, al parecer, es la falta de pericia homicida del verdugo.

Esto de que la víctima sea el culpable de lo que le pasa no es del todo novedad. Coincide que estos días se cumplen también treinta y tres años de una famosa sentencia en la que el juez observó que una joven de Lleida magreada por su patrón vestía una minifalda “especialmente atrayente”.

Reflexionaba el magistrado que ese “específico vestido” pudiera haber “provocado en cierto modo este tipo de reacción”. El abusador no pudo contenerse y procedió a palparle pechos y nalgas a la víctima, que bien podría haber llevado una vestimenta más recatada, hombre.

La teoría de la culpabilidad del agredido tiene especial predicamento entre la parte fundamentalista del islam, aunque también el Papa la comparte. “No se puede provocar”, dijo Bergoglio tras la matanza de doce redactores y dibujantes de la revista francesa Charlie Hebdo, culpables de tomarse a coña al profeta Mahoma. “No se puede insultar la fe de los demás”, añadió el pontífice, para luego explicar que si alguien insultara a su madre recibiría un puñetazo de castigo.

Francisco es mucho más moderado en este aspecto punitivo que sus colegas y competidores del islam, todo hay que decirlo.

No es la primera ni la quincuagésima vez que la cólera de Alá, ejecutada por las mortales manos de sus feligreses, se cobra su impuesto de sangre. Sin ir más lejos, aquí en España los soldados del califato asesinaron en un solo día a casi doscientas personas en unos trenes de cercanías de Madrid. Antes habían sumado a la cuenta las tres mil víctimas de las Torres Gemelas de Nueva York, las del Metro de Londres y los masacrados en discotecas de Bali, en Bruselas, en Ámsterdam y tantos otros lugares que excederían el espacio de esta modesta croniquilla.

Ahora le ha tocado el turno al autor de Los Versos Satánicos, que ingenuamente creía estar a salvo de la barbarie, tres decenios después de su condena. No deja de ser un recordatorio para aquellos sobre los que todavía pende una fetua como la suya, entre los que no faltan musulmanes acusados de blasfemia y apostasía.

Queda claro que no conviene gastar bromas con Mahoma ni, en general, con las religiones, aunque la Inquisición ya solo sea —felizmente— un recuerdo histórico. Todas tienen el enojoso hábito de convertir a sus víctimas en culpables. Por impíos.

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