Les saludo de nuevo, amigos y amigas, en este sábado, 20 de agosto. ¿Sabían que esta es la fecha en la que la comunidad internacional celebra el Día Mundial de los Mosquitos? Pues apúntenlo bien si no lo conocían, porque es muy probable que este insecto vaya a ir teniendo una importancia creciente en nuestro entorno, al margen de sus efectos beneficiosos como agente polinizador y por su papel en la cadena trófica. ¿Por qué? Pues yo diría que en tanto su rol de vector de diferentes enfermedades, muchas de las cuales no son comunes en nuestro entorno, pero que tienen el potencial de serlo merced a los patrones climáticos que, cada vez más, se están afianzando aquí. Hablamos de patologías que un día estuvieron muy presentes en Europa, hoy erradicadas, residuales o que se nutren de casos importados, como la malaria. Pero también de otras más extrañas a nuestro entorno, pero que podrían aparecer. Tomen nota, por ejemplo, de los recientes casos de la muy preocupante fiebre hemorrágica de Crimea-Congo en España, con la garrapata del género “Hyalomma” como vector, o de la práctica extensión a toda la península de la patología de Lyme, causada por la bacteria “Borrellia bugdorferi”, con la común garrapata “Ixodes ricinus” como vector, pero también del zika, el dengue, el chikungunya o la fiebre amarilla, donde los mosquitos —“Aedes” u otros— son clave…

Pero vayamos por partes… La elección del 20 de agosto como Día Mundial de los Mosquitos responde a que fue ese día de hace 125 años, un 20 de agosto de 1897, cuando el médico, naturalista, entomólogo, matemático y zoólogo escocés Sir Ronald Ross, nacido en India, estableció la relación entre la transmisión de la malaria —o paludismo— y la picadura de los mosquitos hembra del género “Anopheles”. Un descubrimiento que, junto con el análisis del ciclo de vida de tales mosquitos, le valió el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1902.

Y es que, de las 465 especies conocidas de “Anopheles”, unas cincuenta pueden estar contaminadas por alguna de las cuatro especies diferentes de parásitos del género “Plasmodium” que causan la malaria humana, con crisis recurrentes luego de que el parásito se acantone, alimente y reproduzca en los hematíes, que luego romperá, del torrente circulatorio del hospedador. Un verdadero problema de salud en muchos países con dos características fundamentales: la primera, un clima cálido y propicio para el ciclo de vida del mosquito, y la segunda, sistemas de salud inexistentes, deficientes o solamente a disposición de una pequeña parte de la población. En presencia de tal binomio, la malaria se conforma como un verdadero látigo recurrente, que va minando el estado de salud de las personas y que, con frecuencia, termina matándolas. Tomen nota de sus escalofriantes cifras: cada año, cerca de 290 millones de personas se infectan con malaria y más de 400.000 mueren por la enfermedad. Ya les he contado muchas veces mi perplejidad e impotencia en estancias en zonas de malaria encefálica cuando, al manifestar mi preocupación por sus efectos, especialmente significativos en los niños, la población local simplemente se encogía de hombros, esperando a que remitiese la crisis, ante algo a lo que estaba más que acostumbrada y sin mucho más que poder hacer o esperar.

Pero el problema no es solamente la malaria, que en un entorno de mayores cuidados, agua segura y disponibilidad de atención sanitaria puede ser controlada en muchas ocasiones. La cuestión es la vulnerabilidad previa, que hace que tales efectos se produzcan, sobre todo, en individuos desnutridos, con pocos recursos esenciales —tales como agua segura y métodos para controlar a los mosquitos—, y en los que cada crisis palúdica se produce sobre los efectos de las precedentes. No en vano les comento que conocí a ciudadanos europeos y estadounidenses que, infectados por la malaria, pudieron llevar vidas prácticamente normales cuando se les repatrió a sus países de origen. Y es que la malaria ataca cuando la situación es propicia y, si no, puede permanecer acantonada en espera de tiempos mejores.

Bueno, pues todo esto existió un día aquí, y ya saben que un día condicionó la evolución en la distribución de la población, que ante la presencia de aguas estancadas fundó nuevos asentamientos en zonas más salubres. No descarten que tal realidad forme parte de un futuro a medio plazo. No es distopía: son datos. Se han caracterizado en los últimos años algunas infecciones en España con cierto nivel de sospecha de no ser importadas, como una con vector “Anopheles atroparvus” y patógeno “Plasmodium vivax”. Si a eso sumamos la presencia cada vez mayor de vectores no existentes antes —y si no, no les cuento cómo han quedado mis piernas por el “mosquito tigre” tras un par de días por el siempre bello Maresme—, el riesgo está ahí. No se trata de agobiar, de molestar o de ser sensacionalistas. Todo lo contrario: es conocer los riesgos y trabajar en su prevención. Y, por otra parte, entender que todo lo que signifique más calor y menos lluvias no es un “maná”, sino que implicará nuevos retos y problemas. Porque esa lluvia y ese frío que muchos de ustedes denostan, y que yo reivindico como beatíficos, son nuestra mejor protección ante muchísimo más que la sequía… Ténganlo claro.