James Madison, uno de los fundadores de la democracia americana, probablemente el más solvente y brillante de todos ellos, cuarto presidente del país, dejó escrito que nuestras democracias nacieron para “refinar y ampliar las opiniones públicas al encauzarlas a través de un selecto grupo de ciudadanos cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país y cuyo patriotismo y amor por la justicia harán más improbable que sacrifiquen aquel por consideraciones temporales o parciales. Con una regulación semejante, bien podría ocurrir que la voz del público, pronunciada por los representantes del pueblo, concuerde más con el bien público que si la pronunciara el propio pueblo.

Este es, obviamente, el fundamento de la democracia parlamentaria, mucho más exquisita y depurada que la democracia directa, asamblearia, en que las decisiones requieren el concurso de la totalidad del censo.

La experiencia demuestra que la opinión de Madison estaba bien fundada. Las libertades civiles solo han nacido y se han mantenido en los sistemas parlamentarios. No hay un solo modelo de asamblearismo que haya prosperado. Lo que ocurre es que el éxito de las democracias parlamentarias depende de la ética de quienes ejercen el sagrado papel de la representación. Y no pocas veces la democracia se ha arruinado por la incompetencia o la deshonestidad del “selecto grupo” de ciudadanos que tienen a cargo el futuro de su país.