La Opinión de A Coruña

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Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

La realeza, mejor a distancia

La realeza es asunto de las revistas del corazón, lo que acaso explique el éxito de audiencia que ha tenido el tránsito de Isabel II en todo el mundo. Bodas, bautizos y funerales son ecos de sociedad que siempre atraen al gran público, aunque también ayude la extraordinaria popularidad de la monarquía británica.

Fueron más de dos mil millones, por ejemplo, los espectadores que en el mundo siguieron por la tele e internet la boda de Guillermo de Inglaterra, nieto de Isabel II, devenido tras la muerte de esta en Príncipe de Gales y heredero de la Corona. Una cifra muy superior a la ya considerable de los 750 millones que se interesaron por el casorio de su padre, el ahora rey Carlos III, con Lady Di. El récord lo seguiría detentando el funeral de esta última, con 2.500 millones, de ser ciertos los cómputos de todos estos eventos televisivos.

Faltan por conocer aún los datos de audiencia y share de los largos homenajes funerarios a Isabel II, aunque nada cuesta imaginar que probablemente superen a los de los acontecimientos antes citados.

La familia real británica es en sí misma un espectáculo de gran tirón popular. Contra lo que pudiera parecer, su éxito no radica en la aproximación al pueblo, sino más bien en la distancia que los Windsor establecen con sus súbditos (que en realidad son ciudadanos, todo hay que decirlo). La realeza no tolera bien la cercanía.

Lejos de caer en la absurda tentación de modernizarse, la dinastía reinante en Inglaterra comprendió que la mejor manera de sostener una forma de Estado anacrónica como la monarquía consiste precisamente en mantener y acentuar la tradición. Tal es la razón de que Isabel II se adornase de armiños, corona y cetro como un rey de la baraja, a la vez que hacía ostentación de carrozas y lacayos en los Trooping The Colour. Aunque resulte paradójico, la exhibición de los privilegios es el método más inteligente para conservarlos.

Ese atinado marketing ha convertido a la monarquía inglesa en una industria de gran rendimiento turístico y comercial para su país. A la venta de derechos de televisión por la transmisión de sus asuntos familiares hay que sumar la publicidad que la realeza proporciona al Reino Unido entre casorios, divorcios, funerales y otras producciones de sus royals.

Contrasta esta popularidad de la dinastía inglesa —tan visible en estos días— con los problemas de imagen que a menudo ha venido sufriendo la de los Borbones en España.

Aquí se optó más bien por la arriesgada apuesta de una monarquía campechana y vestida de paisano. La fórmula no fue del todo mal mientras la institución estaba cubierta por un manto de silencio en los medios; pero empezó a verse en serios aprietos cuando se abrió la veda. La magia de lo antiguo no soporta, por lo que se ve, la aproximación a los espectadores, que podrían ver el truco.

Sin más que mantener el distanciamiento y actuar como si no estuviésemos en el siglo XXI, la realeza británica ha conseguido, en cambio, ejercer esa rara fascinación que en estos días mantiene colgados de la tele a los republicanos de Norteamérica, a los españoles de España y hasta a los chinos herederos de Mao. Es uno de los muchos méritos de la distante Isabel II, a la que Dios guarde.

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