Creo que corría el año 1991 cuando tuve la suerte de compartir un tiempo, casi un año, con el fantástico equipo humano que trabajaba en la Casa de las Ciencias, germen de lo que fue más adelante el laureado conjunto de museos científicos de la ciudad. Ya por aquel entonces me interesaba la divulgación científica y, en tal contexto, tuve ocasión de acercarme a ellos. En aquella experiencia me encargaba de la agenda de las visitas escolares, por lo que hablaba a diario con muchos colegios de toda Galicia, de distintos niveles, que ilusionados preparaban una excursión a A Coruña con el plato fuerte de la visita al sorprendente museo de Santa Margarita y a una cuidada sesión de planetario que a nadie dejaba indiferente.

Uno de los colegios que por allí pasaban, y que yo solamente conocía por el teléfono, era el CPI de Atios, en Valdoviño. Como en el caso de otros muchos centros, ni lo había visitado ni pensaba que tal cuestión fuera a hacerse efectiva algún día. Pero la vida —puro Heráclito, puro devenir— te da sorpresas. Y lo cierto es que estas líneas están escritas en un rato libre junto a tales instalaciones, en lo alto de Valdoviño, con el sobrecogedor paisaje de la playa de A Frouxeira, allá abajo, llenándolo todo de armonía y paz y acariciando el mar. Y es que este año, si los hados del destino no disponen otra cosa, pasaré mucho tiempo en Atios, compartiendo con su comunidad educativa esa fantástica aventura que supone preparar a los educandos para un futuro que les pertenece. Una misión que, en lo personal, viene precedida por otra que agradezco y donde el listón de lo vivido está muy alto, de la mano del grupo humano en torno a la misma actividad, alumnado y profesorado, en el IES Agra do Orzán.

Antes de este nuevo reto, entre aquellos primeros años de los noventa y hoy, he estado muchas veces en Valdoviño. En su playa, en sus caminos y valles, en el mágico faro de A Frouxeira, y en los acantilados que inspiraron a Polanski para la escena final de su película La muerte y la doncella, a su vez basada en la obra de Ariel Dorfman. Y cada una de las veces que he pasado la mañana, la tarde o el día entero allí, no he dejado de sorprenderme. Porque la belleza de esa costa es inusitada, y la magia de su luz, también. Y ahora, como ven, incorporo todo ello en mi quehacer diario, conformando un todo que se retroalimenta.

Todo esto sucede cuando, para mí, comienza en realidad la mejor temporada de playa. No esa que huele a crema solar y que presenta los arenales atestados y tomados por las escenas costumbristas, aunque eso sea difícil en tan vastas extensiones como la de Valdoviño. Me refiero a esa otra mucho más intimista, donde la soledad, la luz tamizada por las nubes, la fuerza del mar y el viento y la interacción con las gaviotas o con los correlimos o pilros, hace de cada experiencia cerca del mar un verdadero bálsamo para el espíritu, así como un verdadero ejercicio de hormesis —les hablaba de ello el otro día— para el cuerpo. Porque las beatíficas aguas de A Frouxeira siempre fueron consideradas como muy buenas para la salud, y yo siempre les recomendaré —si no lo hacen ya— que prueben a bañarse habitualmente en el mar en invierno. Para mí no hay punto de comparación, para mejor, que si lo hacen en el clásico tiempo de verano.

En fin, ya ven que esta columna es un nuevo canto a la vida sencilla en la naturaleza. A la búsqueda de la armonía y la paz en tantos escenarios naturales que, pese a todo lo que se les agrede, siguen ahí, y que siempre son fuente de satisfacción y de bienestar. Uno desearía que se regulasen un poco más ciertas actividades, de forma que ninguna de las que se practican en este y en otros muchos arenales y zonas sensibles costeras ocupen todo el espacio, desplazando a las demás. Y es que en los últimos años se ha producido una enorme expansión de determinados deportes, ligados al agua y, en particular, al mar, con el consiguiente incremento de personas, instalaciones, y negocios relacionados. Algo que, en principio, es fantástico, pero con lo que hay que ser vigilante para que, por exceso, no se llegue a desvirtuar el recurso sobre el que tal industria se genera.

El mío es un canto, también, a la paz del lugar. Y a la belleza. Porque esa es la palabra que se respira aquí, mirando el mar. Nuestro principal activo y atractivo, que no podemos descuidar. Pero no ya porque constituya, a la postre, una fuente de ingresos para tantas personas en nuestra tierra. No. También por la más elemental ética personal, que debe colmarnos de la fuerza necesaria para cuidar nuestra tierra y nuestro mar, nuestro contexto más telúrico, siendo conscientes de su valor y aprendiendo a huir de espejismos como los que, para algunos, se producen en la gran ciudad.

No hay color para mí, queridos y queridas. Donde esté la quietud y la serenidad que se intuye al fondo de esta bahía, allá por donde Herbeira quiere empezar a asomar su fortaleza y su tesón, o en torno a la columna fornida de A Frouxeira —como bien pudieran ser las de Prior, Hércules, San Adrián, Touriñán, Vilán o Fisterra, por poner algunos ejemplos— está el mejor lugar donde uno, a mi juicio, puede aspirar a nacer, crecer y desarrollarse. Y, finalmente, volver a fundirse con la naturaleza y con el paisaje. El lugar donde uno puede discurrir, lento, sin perder nunca de vista esta tierra mágica.