Una borrasca mínima, como de entretiempo, asoma lánguidamente la patita por Galicia en estos días. De momento han sido apenas unas gotas de lluvia en el enorme océano de la sequía, pero la gente ya se da por conforme después de tanto sol y tan prolongado ayuno de nubes. Al menos hay tema para hablar del tiempo en las conversaciones de ascensor, por más que el agua caída no sirva de mucho alivio a los embalses ni conjure la amenaza de restricciones.

Aun así, el cielo ha roto aguas y, siquiera módicamente, nos ha devuelto por unas pocas horas diarias al hábitat ecológico en el que los gallegos nos encontramos más cómodos. Un gallego sin lluvia es un ser melancólico que añora los cielos grises de su infancia.

El estío inusualmente largo y cálido que hemos padecido sacó de su habitual zona de confort a los vecinos de este reino, que gasta fama de excéntrico así en su situación geográfica como en sus preferencias por el clima.

Algunos han empezado a echar de menos aquellos tiempos en los que los más exagerados sostenían que el verano dura solo un día en Galicia: y hasta se cruzaban apuestas sobre si esa jornada caería en martes o en domingo.

La magra lluvia de este fin de verano —en el que aún estamos, técnicamente— ha venido a animar un poco a los nostálgicos. Forzados por los caprichos de la atmósfera, los avecindados en el país y quienes aquí prolongan sin miedo sus vacaciones adoptan en estos días un aire extravagantemente tropical, a fuerza de combinar paraguas y ropa veraniega bajo el impermeable.

Solo es de esperar que este pequeño avance lluvioso sea el preludio de unas auténticas borrascas, de las de toda la vida, en los comienzos del otoño. Los augures del tiempo no han aventurado nada sobre este particular, pero los economistas predicen ya un invierno tempestuoso de inflación, recesión y escasez de calefacción.

Lo suyo sería que también el clima cumpliese con sus hábitos tradicionales, de manera que los temporales formen cola para entrar en Galicia como sucedía hasta hace nada. Los embalses y los fabricantes de paraguas lo agradecerán.

De hecho, la denominación de origen Borrasca de Galicia viene a ser una expresión tan legítima como su envés, el Anticiclón de los Azores. Si este último promueve los cielos despejados, la Borrasca galaica es el origen de esa grisácea boina de nubes que suele —o solía— cubrir este país con la llegada del otoño.

Esta vez, sin embargo, los disturbios no provienen de la atmósfera. La economía, que junto al mal tiempo es fuente impredecible de depresión para casi todos, anuncia fuertes tormentas acaso más temibles que las meteorológicas.

De creer al Gobierno y a la oposición —que, por una vez, coinciden en algo—, esta temporada de otoño/invierno próxima a comenzar será una de las más duras de los últimos años o acaso decenios.

La metáfora de los agujeros del cinturón parece idónea ante la subida general de precios, tal vez acompañada de paro, que obligará al personal a restringir sus compras. Solo faltaba que, además de las restricciones en el consumo de comida llegasen también las de agua. A ver si el Apóstol echa una mano.