El artículo 97 de la Constitución dispone que el Gobierno ejerce la función ejecutiva de acuerdo con la Constitución y las leyes; el artículo 98 que la función ejecutiva o acción de Gobierno la dirige el presidente, coordinando las funciones de los demás miembros del Ejecutivo, todo ello sin perjuicio de la competencia y responsabilidad directa de éstos en su gestión.

Por lo general, el contenido de la acción de gobierno suele estar especificado en el programa con el que concurrió a las elecciones. Esta es la razón por la que suele calificarse el programa electoral como una oferta de contrato que propone cada partido que va dirigido a la colectividad difusa de los electores. De tal suerte que cuando los ciudadanos votan a una formación política y ésta llega a gobernar se produce, como en el contrato, un encuentro de voluntades entre la oferta política plasmada en el programa y la aceptación de los electores expresada mediante su voto.

De acuerdo con lo que antecede, la acción de gobierno suele estar relacionado con el resultado de las elecciones generales. Así, cuando un partido gana las elecciones por mayoría absoluta, el cumplimiento de su programa electoral se irá convirtiendo en la acción de gobierno. Pero no solo el programa electoral. La formación política que ha quedado en la oposición tiene que censurar la acción de gobierno desde las opciones que ha ofertado en su programa, haciendo ver a los ciudadanos, mediante una crítica constructiva, que era mejor su oferta que la del partido ganador. Estas ofertas constructivas de la oposición solo llegan a convertirse en acción de gobierno si son aceptadas por el partido que gobierna, en la medida y con las peculiaridades con las que las asuma el Ejecutivo.

Las cosas están menos claras cuando ningún partido logra ni mayoría absoluta, ni mayoría suficiente para gobernar. Ante tal situación, en los países como el nuestro en el que no hay una segunda vuelta entre los dos partidos más votados, caben, en principio, dos opciones: que gobierne el partido que ha tenido más votos o que lo hagan las formaciones que, mediante el correspondiente pacto, logren formar la mayoría necesaria para obtener la confianza del Congreso. Desde la óptica de la representación de la voluntad popular, ambas posibilidades, en una primera aproximación, parecen respetar el principio democrático de que gobierne la mayoría. En el caso del gobierno de coalición, porque la suma de los votos de los partidos que lo integran alcanza la mayoría parlamentaria. Y en la hipótesis de gobierno por la minoría mayoritaria, porque es dicha formación la que ha concitado el mayor número de votos.

La acción de gobierno se ve modificada cuando quien acaba gobernando es una coalición. Si se considera el programa como una oferta de contrato propuesta a los ciudadanos, cuando se forman los gobiernos de coalición la acción de gobierno no está conformada por un programa aceptado por la mayoría de los electores, sino que se tratará del programa aceptado por las formaciones coaligadas cuyo candidato recibió la confianza del Congreso de los Diputados en la sesión de investidura. Es decir, la acción de gobierno en el caso del gobierno de coalición en tanto que programa electoral, no se vio sometida como futura acción de gobierno a la aprobación de los electores, sino a la de sus representantes en su condición de diputados del Congreso.

De lo hasta aquí dicho no debe deducirse, en modo alguno, que tenga que haber una coincidencia absoluta entre acción de gobierno y programa electoral. El programa es una guía, pero no un catálogo de medidas de obligatoria observancia. Con esto se quiere decir que durante la legislatura el Ejecutivo dispone de una amplia flexibilidad para modificar, en el sentido más amplio posible, el programa electoral y, en consecuencia, la acción de gobierno. De lo que se trata es de atender el interés general de los ciudadanos, que, en lugar de ser rígido y estático es flexible y dinámico, condiciones éstas que son las que exigen la máxima adaptabilidad posible de las medidas que integran la acción de gobierno.

Ahora bien, por muy flexible que se sea al delimitar las posibles acciones de gobierno, no todas son admisibles. No deberían serlo, por ejemplo, las llamadas “ocurrencias”: ideas inesperadas, pensamientos, dichos agudos u originales que ocurren a la imaginación (Diccionario RAE). Sobre todo, cuando revelan un grado de ignorancia indisculpable.

Para que vean a lo que me refiero voy a ceñirme a una ocurrencia de estos últimos días. Se trata de la increíble propuesta de Yolanda Díaz con respecto a los precios de la “cesta de la compra”. Me resulta difícil admitir que el equipo de la vicepresidenta, incluidos sus asesores, ignore que el modelo económico constitucional de España es la libre empresa en un régimen de libre competencia (art. 38 CE). Lo cual supone que el régimen general es el de la libre formación de los precios. Por eso, la idea inicial de Yolanda Díaz de poner un límite máximo al precio de la cesta de la compra tuvo que ser descartada por ilegal. Para tratar de sacarle algún beneficio electoral a aquella propuesta, la vicepresidenta convirtió la limitación legal al precio de la cesta de la compra en una recomendación de la que serían destinatarias las grandes cadenas de distribución. Pero claro nuestra vicepresidenta tampoco cayó en la cuenta (se lo tuvo que advertir la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia) de que también son ilegales los acuerdos restrictivos de la competencia, entre los que figuran las recomendaciones. Y por si esto fuera poco se trataría, además, de una medida perjudicial para el pequeño comercio, el de barrio, que está especializado (panadería, pescadería, carnicería…) y que no suministra todos los productos que conforman la cesta de la compra. Así que Yolanda se queda sin medida electoral, porque lo erróneo, aunque sea dicho con voz suave y aterciopelada, se convierte en verdadero.