La Opinión de A Coruña

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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

El último gran funeral del Imperio

Unánimes elogios al ceremonial de luto en el entierro de la reina Isabel II de Inglaterra. Miles de personas asistieron al desfile del ataúd real camino de su última morada, que dirían los cronistas antiguos (¿por qué última si le aguardan gozosas —y eternas— jornadas celestiales?). La emoción popular se hizo patente en la espléndida retransmisión de la BBC (esa radiotelevisión pública que todavía es la envidia del resto de los medios por su independencia). No faltó detalle y todo se desarrolló con británica puntualidad a los acompasados sones de varias bandas militares. De cuando en cuando se dejaba oír el sonido profundo y algo acatarrado del reloj del Parlamento, para recordar a los presentes que el transcurrir del tiempo solo conduce a la muerte.

El paso procesional impuesto por los organizadores del desfile obligó a los miembros de la Familia Real, a los altos dignatarios invitados a la ceremonia y a los soldados que representaban a las fuerzas armadas, a seguir la cadencia bamboleante del cortejo fúnebre. Y para que no faltase nada también estuvieron presentes los perros de Isabel II, y el gaitero de la reina. A los espectadores españoles les llamó especialmente la atención la puntualidad con la que se desarrolló la ceremonia y lo bien que marcaron el paso de la comitiva, una reacción lógica en un país cuyos ciudadanos destacan por llegar tarde a cualquier cita. Fue esa impuntualidad la norma general, la normalidad en cambio era lo contrario. En las estaciones de ferrocarril los retrasos eran desesperantes. “Se comunica a los señores viajeros que el tren de León a Barcelona tiene un retraso de tres horas. Disculpen las molestias”, informaban desde unos altavoces. Para entretener la espera, unos organizaban partidas de cartas, otros intentaban dormir retorciendo el cuerpo sobre el asiento y algunas mujeres se sacaban el pecho para tranquilizar a unos excitables lactantes. Esas imágenes casi goyescas, por no llamarlas tercermundistas, eran frecuentes entonces. Como también lo fueron los locutorios de Telefónica, la rentabilísima empresa que facilitó Aznar desde la Presidencia del Gobierno a un compañero de pupitre. Las operadoras encargadas de realizar las conexiones telefónicas moviendo con agilidad las clavijas intentaban amablemente acelerar las comunicaciones, “pase a la cabina número 5 la llamada de Melgar de Fernamental” que ya llevaba 2 horas y media de espera.

Pese a todo, el espectáculo tuvo un aroma de despedida que va más allá del deceso de Isabel II. En realidad, lo que estábamos enterrando allí era el final de un Imperio al que solo le va quedando el sentido ceremonial de lo que fue una gran potencia. Eso sí, el espectáculo resultó magnífico y acabó con el detalle sentimental de situar a la cabeza de la manifestación a los perros de la reina, tres corgis de pura raza y dos ya mezclados. Ya es sabido que los perros sienten por sus dueños una fidelidad extrema, y a su fallecimiento, muchos se niegan a comer y la misma deferencia para con los perros recibieron las abejas de las colmenas reales, una tradición secular. El cuidador de los ricos panales se acerca a ellas para comunicarles la muerte de su ama rogándoles que no cejen en su imprescindible labor bajo promesa de ser bien tratadas.

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