Si desea conocer su adscripción ideológica en medio del derrumbe de las religiones civiles, pregúntese si es más importante que Italia se disponga a estrenar la primera presidenta del consejo de ministros fascista o mujer. En la última entrevista preelectoral a Giorgia Meloni, esta persona incapaz de dudar se mostraba sin embargo asombrada de que los votantes la hubieran escuchado. Le sorprendía más la atención prestada por los ciudadanos a Fratelli que su ulterior sufragio, un rasgo de inocencia en "El gobierno italiano más a la derecha desde Mussolini", según el titular del New York Times que nunca se refirió a Donald Trump como "El presidente más a la derecha desde Hitler".

La suma de resultados de los tres partidos italianos que acabarán a la greña, porque sus porcentajes anunciados son insuficientes para un Gobierno sólido, es menos importante que la atención prestada por los ciudadanos a la ultraderecha, su normalización callejera. Primero desaparecieron los votantes de partido único, después se extinguieron los monógamos sucesivos, hasta los supervivientes más fieles han barajado en algún momento la traición a los discursos adormecedores de sus siglas habituales. Sin embargo, se necesita un grado sobresaliente de arrebato o raptus para votar fascista, ese punto desesperado en que se extingue el sentido del ridículo.

La ultraderecha no puede hacer nada bien, pero algo harán mal los demás para ser barridos sin contemplaciones del mapa electoral. Primero Francia y después Italia, han liquidado las adscripciones tradicionales al socialismo o a la derecha tradicional de raíces democristianas. Los electores sienten un desprecio tan mayúsculo hacia las denominaciones tradicionales, que ni siquiera se han molestado en votarles en contra.

En cuanto beneficiaria del invierno del descontento, Meloni fue ridiculizada en España por su mitin en Marbella. Se omite que habló durante veinte minutos en perfecto castellano, igual que puede hacerlo en francés o inglés, por debajo desde luego de la poliglosia de quienes se rieron de ella cuando llamó "guapo" a Abascal. Contra la ultraderecha no viviremos peor.