La Opinión de A Coruña

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Isabel Olmos

En nombre del chófer

Se llamaba José Luis Pérez Mogena y tenía 33 años. A casi todos ustedes, como a mí hasta hace un tiempo, ese nombre caía indiferente dentro del enorme saco de identidades múltiples que conformamos este castigado y superpoblado planeta. ¿Un científico prestigioso? ¿Un diputado provincial? ¿Un economista bursátil o ese ávido delantero de Segunda División? Si no fuera por el apellido materno, más original, más musical, José Luis Pérez sería un José Luis Pérez más del kilométrico listado de nombres comunes. Así, seguro que en clase o entre sus colegas de profesión sería el Mogena. A secas. Al menos, en mi entorno hubiera sido así.

Sea como fuere, José Luis salió de su casa un día para ir a su trabajo cuando tenía 33 años y ya no volvió más. Tenía esposa, un hijo de siete años y una hija de 4, que ahora tendrán 56 y 51 años respectivamente si todo ha ido bien. Ese día, José Luis fue a su trabajo como chófer. Esperó al cliente, se pusieron en marcha y, cuando todo pasó, su cuerpo fue encontrado a muchos metros de distancia del impacto. Su madre estaba en un hospital visitando a una amiga y el cuerpo de José Luis llegó, todavía con un hilo de vida, al mismo centro. Juntos en el inicio y en el final. Cómo es la vida....

En las horas siguientes, el país —una férrea dictadura que ya duraba demasiados años— asistía atónito a lo que acababa de suceder y, sobre todo, se planteaba mil cuestiones sobre su futuro. La foto de su cliente ocupaba todas las portadas de los periódicos y su nombre brotaba de los transistores como el eterno canto de los niños de San Idelfonso el día del Gordo de Navidad. Sin cesar.

Pasaron los días, los meses y los años y su nombre se perdió en la Enciclopedia Universal de hechos a recordar, aplastado por el importante nombre de su cliente fallecido, aunque éste último también fuera, pese a los titulares y su papel asignado a la Historia en mayúscula, tan solo un hombre, un hombre más. José Luis Pérez Mogena se quedó para la otra historia, la que siempre se rubrica en minúsculas, la de su familia y amigos. El primero era Carrero Blanco y el segundo, su joven conductor.

Sobre todo esto pensaba yo el otro día mientras la pantalla de la televisión recogía el traslado del féretro de Isabel II por las calles de Londres. Pensaba en toda esa multitud esperando horas, en la magnitud del show, en la sincronicidad británica y en la infantilización de la sociedad moderna cuando de repente lo vi. Ahí estaba, anónimo, discreto y dispuesto a llevar el elemento sobre el que se depositaban millones de miradas. El chófer de la reina. ¡Él iba a conducir el coche fúnebre más observado y vigilado del año! Un frenazo inoportuno, una marcha que no entra y rasca el embrague, más velocidad de la prevista o simplemente un volantazo tras sufrir la picadura inesperada de una abeja inglesa y republicana hubiera sido fatal. Despido fulminante de la empresa Real.

También me vino a la memoria el chófer de Kennedy, grabado para la historia en esa película registrada en superocho en el Dallas del 63. O los maquinistas de trenes y metros a quienes siempre se les acusa de todos los accidentes porque van demasiado rápidos, demasiado lentos o se paran en medio de un fuego. O los pilotos que hacen lo indecible para salvar situaciones de espanto y son asesinados en sus cabinas antes de que sus aviones se estrellen junto a dos enormes torres. Ninguno de ellos, como usted y yo, verán sus nombres escritos en la Gran Enciclopedia, pero estaban ahí. Haciendo su trabajo. Como el paciente chófer inglés de la reina o José Luis, que hacía su trabajo de cada día.

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