En su extraordinaria obra Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia, escribió Stefan Zweig: “Todas las ideologías y sus triunfos temporales acaban con su época. Solo la idea de la libertad espiritual, idea de todas las ideas, que por ello no se rinde ante ninguna otra, resurge eternamente, porque es eterna como el espíritu. Si exteriormente y durante un tiempo se le quita la palabra, se refugia en lo más profundo de las conciencias, inalcanzable para cualquier represión. Por eso es inútil que los gobernantes crean que han vencido al espíritu libre por haberle sellado los labios, pues con cada hombre nace una nueva conciencia y siempre habrá alguien que recordará la obligación espiritual de retomar la vieja lucha por los inalienables derechos del humanismo y la tolerancia”. No puedo estar más de acuerdo con estas brillantísimas palabras. Como creo que lo estarán también todos los que creen en la libertad y la defienden.

La libertad suele habitar en el nido de la democracia. Así se dice en el preámbulo de nuestra Constitución: “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad…, en uso de su soberanía proclama su voluntad de…” y, sobre todo, en su artículo 1.1 que cita la libertad como el primero de los valores superiores de su ordenamiento jurídico que propugna. Y en el mismo sentido la acepción 5 de la palabra libertad, según el Diccionario de la RAE, dice que “en los sistemas democráticos es un derecho de valor superior que asegura la libre determinación de las personas”.

Pero la libertad no siempre reposa tranquilamente en su refugio, ni siquiera en los países que se autocalifican como democráticos. Hay dos enemigos que sobrevuelan sobre su morada, el nacionalismo y el totalitarismo, que son como dos aves rapaces que están al acecho y cuando ven el nido un poco deshecho se lanzan en picado para conseguir que la libertad lo abandone y si puede ser para siempre.

En el mundo actual tenemos numerosos ejemplos de nidos de los que ya se ha desalojado a la libertad, desde hace bastante tiempo, como ha sucedido, por ejemplo, en los países con regímenes comunistas consolidados, como China, Rusia, Cuba y Corea del Norte. En ellos, se ha usado la fuerza para sellar con grapas los labios de la libertad y se sigue empleando la fuerza para impedir que la ciudadanía pueda recobrarla. Como suceso de la máxima actualidad hay que mencionar la reciente invasión de Ucrania por Rusia con la pretensión de incorporarla a su territorio, sometiendo así a los ucranianos a la misma falta de libertad que afecta a los rusos.

Pero para el desalojo de la libertad, por sorprendente que pueda parecer, se viene utilizando también el propio sistema democrático. El ave rapaz del totalitarismo utiliza alevosamente el sufragio universal y, desde dentro del sistema como si fuera un caballo de Troya, utiliza el resorte de los votos para acabar instaurando un régimen autocrático. Aunque hubo ejemplos anteriores (el nazismo), la generalización de este fenómeno es relativamente reciente, y ha tenido lugar en numerosos países latinoamericanos. Son bien conocidos los casos del chavismo en Venezuela, el totalitarismo de Daniel Ortega en Nicaragua, y los casos de Gustavo de Pedro en Colombia y Andrés Manuel López Obrador en México, entre otros.

A estos ataques contra la libertad hay que añadir otros que, si bien no la suprimen, sí la restringen. Son los casos de los populismos, acompañados, generalmente, de dosis más o menos intensas de nacionalismo excluyente, que desembocan en gobiernos que, en lugar de gobernar para todos, incluidas las minorías más necesitadas de protección, lo hacen principalmente para los que abrazan su credo.

El hecho de que el panorama del definitivo desalojo de la libertad del nido de la democracia sea un fenómeno reiterado últimamente en la países de Latinoamérica invita a preguntarse qué es lo que está fallando si la libertad misma o el sistema político democrático en el que se asienta. Las cuestiones en concreto pueden plantearse así: ¿ha perdido la libertad su sentido de valor superior del ordenamiento jurídico en esos países? ¿Ha surgido otro valor más importante que ha venido a desplazarla? ¿Son plenamente conscientes los electores de la indicada estrategia del totalitarismo de utilizar la democracia para alcanzar el poder y mutar en autocrático el nuevo régimen jurídico?

La cuestión es importante y las respuestas difíciles de confeccionar. La implantación de la democracia liberal en los países comunistas la veo tan difícil que tengo serias dudas de que llegue a ser testigo vivo de tal acontecimiento. Y la cuestión de los nacionalismos excluyentes que son, en definitiva, “pellizcos” a la libertad, no la veo, por el momento, como un fenómeno amenazante, teniendo en cuenta que no pasan de ser movimientos incipientes. Por eso, me interesa, sobre todo, lo que está pasando en Latinoamérica.

En esa región se está produciendo un fenómeno paulatino de expulsión de la libertad de su nido utilizando la vía democrática. Me refiero a que, en las últimas elecciones democráticas en Países como México, Bolivia, Perú, Chile y Colombia, solo por citar algunos, la ciudadanía votó mayoritariamente —y da la impresión de que con conocimiento de causa— a favor de los candidatos que representaban claras opciones de izquierda radical impregnadas de unos tintes totalitarios que hacían dudar, en caso de que alcanzaran el poder, sobre la propia conservación del sistema democrático.

Desconozco la política de estos países como para ofrecer una explicación de este fenómeno. Pero como creo profundamente en la libertad me voy a consolar con las palabras ya citadas de Stefan Zweig de que “es inútil que los gobernantes crean que han vencido al espíritu libre por haberle sellado los labios, pues con cada hombre nace una nueva conciencia y siempre habrá alguien que recordará la obligación espiritual de retomar la vieja lucha por los inalienables derechos del humanismo y la tolerancia”.