La Opinión de A Coruña

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Adela Muñoz Paez

¿Qué hace que el olor de lluvia nos guste?

El final de los veranos de mi infancia en un pueblo de Jaén estaba marcado por las lluvias que a veces llegaban a finales de agosto y otras a comienzos de septiembre. Mi pueblo, Santisteban del Puerto, tiene muchas cuestas y está rodeado de cerros de tierra roja debido a los óxidos de hierro presentes en arcillas y calizas. Por ello, cuando llovía, de los barrios altos bajaban auténticos ríos rojos que a veces ocupaban las calles de acera a acera. Esas tumultuosas avenidas de agua eran el preludio del comienzo de curso lejos de allí, representaban lo nuevo e inesperado tras el estío en un pueblo donde nunca pasaba nada.

Las primeras aguas tras los veranos secos y calurosos traían para las que nos íbamos y para las que se quedaban una imprecisa sensación de felicidad, que al cabo de los años he venido a descubrir que se debía, como casi todo, a la química. Porque, además de la bajada brusca de temperatura, el espectáculo de la lluvia haciendo hervir el agua del Pilar de la Plaza Mayor y el agua desbordando canalones y husillos, esas primeras lluvias venían acompañadas de un olor inconfundible: el olor a tierra mojada, que ponía a todo el mundo de buen humor, a pesar de no ser particularmente dulce y agradable.

El petricor y la geosmina

Esa euforia tenía una base químico-molecular en las dos sustancias responsables de ese olor: el petricor y la geosmina. El término petricor fue empleado por primera vez en la década de 1960 por científicos australianos que estudiaban los procesos que tenían lugar cuando la lluvia chocaba con las rocas tras un periodo de sequía. Estos investigadores descubrieron que en esas condiciones las rocas y el suelo liberaban una serie de aceites exudados por ciertas plantas que se habían ido absorbiendo sobre la superficie y los poros de las rocas. Un estudio realizado recientemente en el MIT ha captado la liberación de aerosoles tras el impacto de las gotas de lluvia sobre las rocas con cámaras de alta velocidad. Se ha podido observar cómo, al golpear una superficie porosa, las gotas de lluvia crean pequeñas burbujas dentro de ellas que aumentan su tamaño y ascienden hasta alcanzar la superficie, donde se rompen y liberan una “efervescencia de aerosoles” que arrastran las sustancias adsorbidas sobre la superficie de las rocas.

Adicionalmente, bacterias como la Streptomyces coelicor, algunas cianobacterias y hongos filamentosos que viven en el suelo se activan cuando la lluvia humedece la tierra, liberando sus esporas y generando una molécula llamada geosmina, palabra de origen griego que significa aroma (smina) a tierra (geo). Se ha comprobado que el olor de la geosmina es el que guía a algunos animales, como los camellos, en su búsqueda de agua en el desierto, y a la mosca drosófila para descubrir la fruta fermentada de la que se alimenta.

Las conexiones cerebrales

Pero ahora falta la parte fundamental: cómo un simple olor puede causar una sensación tan agradable. El hecho es que los olores activan una conexión cerebral casi instantánea con las emociones, porque nuestro bulbo olfativo tiene conexiones directas con el sistema límbico y con la amígdala, zonas vinculadas con el procesamiento de los estados emocionales. Esta conexión se ha puesto de manifiesto en imágenes del cerebro estimulado por determinados olores registradas con resonancia magnética.

Estudios antropológicos y neurológicos apuntan a que esta conexión tan especial puede tener su origen en nuestro pasado más lejano, en una época en la que el olfato era un sentido tan importante para nuestros antepasados como lo es hoy para muchos animales. Y estos desarrollaron una reacción positiva al olor a lluvia porque indicaba que había terminado el periodo de sequía y empezaba una época en la que comenzaban a reverdecer las plantas mejorando la esperanza de sobrevivir.

Hoy podemos predecir cuándo va a llover con bastante precisión, también hemos desarrollado formas eficaces de limpiar y almacenar el agua, pero paralelamente hemos desarrollado una capacidad infinita de gastarla. Celebremos y disfrutemos la llegada de la lluvia tras un verano excepcionalmente seco y aprendamos de nuestros antepasados a detectar el peligro que se cierne sobre nosotros no por falta de agua, sino por falta de sensatez al gastarla.

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