La Opinión de A Coruña

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José María de Loma

El ‘foulard’

Hay como una prisa por sacar el foulard. Incluso por sacarlo en las columnas y artículos de periódico. El foulard ha estado ahí paciente todo el estío esperando su turno, tratando de que no se le confunda con la bufanda ni con el pañuelo y ni mucho menos con la corbata. Ahora llama a la puerta desde el interior del armario, pugnando por salir. Toc, toc. Es pronto en algunas latitudes. Pero sí: hay prisa por sacarlo. Esta mañana he contado tres.

–Oiga, pero ¿usted por dónde se pasea?

En mi ciudad aún predominan los calores, no la canícula agosteña pero sí el clima propicio para andar, salvo en las primeras horas de la mañana, en manga corta o fina camisa de manga larga (¿acaso hay otra?). Hay quien se pone el foulard en la cabeza, lo cual le quita elegancia. A la cabeza y al foulard. El foulard del que aquí hablamos es para el cuello, de suave seda (como si hubiera seda no suave), de colores no muermos, una prenda que levemente abrigue pero que cumpla una función ornamental. Que propicie miradas, epate al rancio, guste al indiferente. Algunos dicen que es atavío femenino. Son los mismos que se comen los boquerones con tenedor. Se sonarían los mocos con un foulard. Aquí vendría bien citar una greguería de Gómez de la Serna sobre los foulard, pero no estoy muy seguro de que escribiera alguna. Sí sobre las corbatas. El foulard es una alegría portátil. Y se puede ser amante del foulard y no ponerse ninguno. Lo que me faltaba es un foulard. Estos días de calor postrero o frío indeciso, las calles se llenan de amantes del invierno, escapistas del verano, dolientes de la primavera y guiris vestidos de otoño. Hay una mixtura en el vestir y no falta el que va con bufanda y bermudas.

Hay ganas de chaqueta y jersey incluso donde aún se alcanzan los veintitantos grados a mediodía. Es una época ideal (siempre que no habitemos en el Sáhara ni en Ávila) para la ropa de entretiempo. Los pobres no tenemos ropa de entretiempo, le gusta decir a un amigo que tiene abrigos eternos, pocos zapatos y dos jerséis para todo el invierno. Gasta versos en verano. Y en pleno veranillo de San Miguel, no sabe cómo vestirse.

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