¿Qué tal les va, queridos y queridas? Seguimos por aquí, completando ciclos superpuestos, dentro del periplo vital de cada uno. Y, mientras, los hechos se van concatenando, sin pausa... Antes de que ustedes se descuiden volveremos a estar pendientes de las doce campanadas que finiquitarán 2022. Y llegará 2023. ¿Se dan ustedes cuenta de lo rápido que pasa el tiempo? Cada vez más, ¿no? Y sí, ya sé que se trata únicamente de una percepción, derivada de los mecanismos psicológicos que nos hacen sentir que las cosas transcurren con mayor o menor lentitud. Pero, a estas alturas, no seré yo de los que únicamente expresen que la vida corre. Es que, literalmente, vuela… Vuela libre, sin tregua...

Pero sigue habiendo ámbitos un tanto estancos a tal fenómeno, en el que el paso del tiempo nos provoca una impresión bien distinta. ¿No les parece? Ocurre, a veces, porque deseamos que se produzca un acontecimiento con verdadera intensidad, y no es así. Pero otras, y aquí voy yo hoy en esta columna, porque existen inaceptables e inasumibles retrasos reales que hacen que, a la postre, muchas veces cuando llega lo esperado ya lo haga absolutamente fuera de un plazo, cuando menos, razonable. Nos pasa esto, como sociedad, con determinadas listas de espera en una sanidad que se autoproclama como buena pero que, tantas veces, nos somete a extremadamente largas demoras, casi interminables, que se ven más acentuadas aún cuando la salud flaquea y la mente trabaja por su cuenta. O cuando, como en el caso de la atención a la dependencia, el recurso reconocido y pautado por el Estado no llega hasta que es ya demasiado tarde. A veces tanto, que la persona para la que se solicitaba tal atención ya no se encuentra entre nosotros…

Con todo, hay otro mundo específico en el que, demasiadas veces, la realidad y su análisis y ulterior toma de decisiones van por caminos temporales demasiado diferentes. Y ese es el de la Justicia, en primer plano en Galicia hoy con la celebración del macrojuicio por el terrible accidente del tren Alvia Madrid-Ferrol, acaecido aquel fatídico miércoles 24 de julio de 2013. ¡Cuánto tiempo!, ¿no? Sí, claro que es absolutamente entendible que en esta y en otras causas haya innumerables elementos que ameriten una preparación pausada de todo lo que se ve en ellas, incluyendo una instrucción muy detallada, complejos informes periciales y todo tipo de pruebas, algunas de ellas muy sofisticadas. Pero estamos hablando de más de nueve años, y son los propios profesionales de la Administración de Justicia, no yo, los que expresan a menudo la necesidad de más medios, humanos y materiales, para poder hacer un trabajo de más calidad. Y más rápido.

Porque el tiempo transcurrido también influye en la calidad de un trabajo o en la falta de la misma. Ya puede uno tener un desempeño absolutamente brillante e intachable que, si el mismo se aborda o completa muy tarde, el mismo pierde calidad. Por eso es importante, en la medida de lo posible, que se pueda acotar y tratar de mejorar todo aquello que genere retraso. Analizar la realidad y buscar cuáles son los condicionantes principales de los tiempos, que generan colas, los puntos críticos y establecer nuevos circuitos y lógicas, en una constante reingeniería de procesos.

Decía que son los profesionales de la Justicia los que piden medios y seguro que no les falta razón. Es verdad que el avance en tal ámbito ha sido, últimamente, importante, y que la informatización y mejora tecnológica en los Juzgados ha abierto una nueva etapa en ellos, desde muchos puntos de vista. Pero falta camino. Un camino que integre a una imprescindible y necesaria agilidad como factor clave de éxito de la Administración de Justicia. Aunque también es verdad, en otro orden de cosas, que también habría que pensar por qué muchos asuntos que podrían ser derivados por otros caminos terminan judicializándose en nuestro país, creando gigantescos tapones que añaden complejidad al día a día del ámbito de la Justicia y sus profesionales. Quizá falta todavía mucha cultura de la mediación y vías alternativas...

La desgracia del tren Alvia costó una gran tristeza, implicó mucha destrucción y generó un enorme desasosiego. Ojalá los trabajos que ahora se acometen, complejos e intensos pero imprescindibles, aporten toda la luz necesaria no para arreglar el desaguisado, lo cual es imposible, sino para poner cada elemento de los hechos en su justo lugar y así poder abordar el futuro, como sociedad, esperando que no vuelva a suceder algo parecido. Y, a las familias de las víctimas... mucho ánimo, templanza, serenidad y que no falten nunca los buenos recuerdos compartidos. Eso, y el sentirse arropados por la sociedad entera es lo único que puede reconfortarles y ayudarles mínimamente... Hoy, al igual que aquella triste noche en la que pasamos horas en la Estación de San Cristóbal esperando noticias y lidiando con tantas incertidumbres, bien que lo siento...