No caeré en la trampa, queridos y queridas, de quedarme en el nivel de si los gritos de los estudiantes del Colegio Mayor Elías Ahuja, de Madrid, a las chicas del vecino Colegio Mayor Santa Mónica son parte de una tradición o constituyen alguna figura tipificada como delito. Y no lo haré por dos razones. La primera, porque ese trabajo corresponde a la Fiscalía y, según se informa, ya está en ello. Y la segunda, porque no es para mí lo más relevante de la cuestión a partir de los hechos acaecidos en centros adscritos a la Complutense. Lo más grave, y es lo que me dispongo a analizar con ustedes, es ver el nivel de degradación y de molicie en el que se inserta la vida de quienes aspiran, algún día, a tener responsabilidades y ejercer profesiones notables en nuestra sociedad. ¿Es ese verdaderamente el percal? ¡Mamma mía!

Pero no sé por qué me sorprendo, porque “tradiciones” así las viví en primera persona en su día, ante la inacción de las autoridades académicas de la Universidade de Santiago. Fue hace mucho tiempo ya, por supuesto, y los tiempos han cambiado mucho... Pero, una vez más, lo más triste no era lo que ocurría en algunos de los Colegios Mayores propios o asociados a la Universidad. Lo peor era que muchas de las personas que por allí pasaron, y que hoy pretenden tener reputaciones intachables, exhibían un comportamiento que a veces rayaba en lo psicopático. O que incluso lo superaba.

Les explico. Corría el año 1986. Llegué al privilegiado y bello Colegio Mayor San Clemente, de la Universidad de Santiago, con buen pie. Por expediente académico y por no exceder en casa determinados umbrales de renta, se me otorgó una de las dos codiciadas becas para realizar todos mis estudios —doctorado incluido— con una muy notable reducción en la cuota mensual para vivir en esa institución. Recuerdo que la tarifa normal era entonces de unas treinta y un mil pesetas al mes y, con la beca, el monto se ponía en unas treinta mil para todo el curso. Hasta aquí estupendo. En realidad, yo no había considerado nunca vivir en un Colegio Mayor, y no conocía las condiciones de convivencia que regían en los mismos. Pero un compañero del instituto con el que tenía muy buena relación decidió ir y, al contármelo, me apunté.

Pues allá nos dirigimos, en una bonita tarde de otoño, al Campus Sur. Manolo, mi cuñado, aparcó el coche delante, y él, mis papis y mi hermana nos dirigimos a mi habitación. Ninguno de ellos está ya entre nosotros, más que en nuestros recuerdos. La escalinata de entrada en el Colegio ya suponía una experiencia inolvidable. La cosa pintaba genial, y mi ilusión por comenzar mis nuevos estudios, conocer a mis nuevos compañeros en la Facultad y en el Colegio y empezar a adentrarme más en serio en el inextricable mundo del conocimiento era muy grande. Había, no obstante, un buen borrón en todo ello: iba a echar mucho de menos a la familia, a los amigos y a los compañeros y compañeras de múltiples actividades de ocio y voluntariado en las que estaba inmerso.

Con esmero colocamos la ropa, algunos libros y artículos de aseo en su lugar. Luego, nos dimos una vuelta por el siempre único Campus Sur —hoy Campus Vida— incluyendo el caminar hasta la Facultad de Física, que en aquel tiempo estrenaba edificio propio, con lo que seríamos la primera promoción en hacer uso de él. Los compañeros mayores habían realizado sus estudios en la siempre imponente Facultad de Ciencias, hoy de Química.

No recuerdo si esa misma noche o la siguiente comenzó el terror. A mí me vaciaron el dentífrico, el gel de afeitar, y con él pintarrajearon el espejo del baño. De noche, todo eran golpes en las puertas, gritos, insultos y provocaciones. Pero era la tradición, claro, y cuando lo explicabas parecía que el raro eras tú. Yo no tenía ni idea, en mi burbuja, de que esas cosas existían. Y de que había alumnos y alumnas de Universidad que, repletos de alcohol, dedicaban su amargada existencia a lastimar a los demás, de mil formas. Lo pasé mal.

Una de las primeras noches mi compañero de habitación y amigo del instituto entró en ella medio lloroso y en calzoncillos, seguido por hordas de gente bebida y burlona. Yo, que dormía en mi cama y que por aquel entonces ya me había ganado la fama de arisco, no pude más. De un salto, me planté en la puerta y les interpelé. Acto seguido pasé entre ellos y terminé en el vestíbulo del colegio, marcando el número de teléfono de la casa del director, que ya me había preocupado en tener de mano por si llegaba a ser necesario alguna vez. Él era de A Coruña también, y yo conocía a su familia. Le dije algo así como que si no venía inmediatamente al centro residencial, al día siguiente saldría en los periódicos.

Apareció el director, ante la sorpresa del subdirector que, a la postre, era un residente más, algo mayor. A partir de aquel día, yo no recibí más “novatadas”, pero buena parte de los estudiantes del Colegio empezaron a ignorarme. Me llamaban “el iluminado”, y hacían comentarios o se reían cuando yo pasaba. También se levantaban si yo me sentaba a comer cerca de ellos. Nunca me importó, porque creía firmemente en mis principios: mala relación entre personas es la que impone la burla, la humillación y el escarnio. Si ese era el tipo de compañerismo que me proponían, no era para mí. Creo que el respeto tiene que estar presente en cualquier relación, y que esto no se puede violar bajo ningún pretexto. Pero fue un año duro.

Resistí todo el curso académico y, al final, prácticamente todos los estudiantes ya habían recapacitado y me trataban bien. Pero alguno, empecinado en la “tradición” siguió despreciándome. Me consta que algunas de esas personas con conductas más cuestionables son hoy profesionales del Derecho o la Medicina, e imagino que apenas torcerán la nariz cuando lean sobre los hechos del Elías Ahuja. Yo, sin embargo, lo tengo claro: no es un buen ejemplo tolerar tales comportamientos, por muy tradicionales que estos sean.

Aún a pesar de los enormes avances en la relación, decidí no estar allí el siguiente curso, renunciando a la beca a pesar de las súplicas de mis padres. Hoy veo claramente que fue un error. No me encontraba ya mal allí, pero no quise pasar un segundo año —ahora viéndolo desde la barrera— por semejante escarnio. No tocaba. Y me fui, y creo que con esa decisión perdí mucho. Ahora, viéndolo con perspectiva, me entristece saber que a pesar del avance en tales cuestiones, tal patrón profundo no cambia con el tiempo, y que gentes víctima de los excesos alcohólicos y del aburrimiento aprovechan lo que debería ser un altar de la sabiduría para dar rienda suelta, por lo menos, a su más elemental chabacanería.