La Opinión de A Coruña

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Daniel Capó

En clave electoral

De los presupuestos presentados por el gobierno, la nota distintiva es la clave electoral. Son unas cuentas pensadas para recuperar tono de voto, ahora que las encuestas anuncian un vuelco en las autonómicas y municipales; y también en las generales, previstas para final de año o principios de 2024 si Sánchez logra mantener la convocatoria hasta el máximo legalmente previsto. El poder manda y la angustia asociada a su posible pérdida. Tampoco puede ser otro el criterio que maneja Puigdemont —y Laura Borràs, su mano derecha— a la hora de romper el acuerdo con ERC en la Generalitat: una apuesta por el distanciamiento pensando en el retorno de la derecha a la Moncloa y, por tanto, en el inicio de nuevas hostilidades con el Estado, frente al tacticismo pactista de los republicanos catalanes. El poder —o el miedo a perderlo— es lo que explica también la refriega fiscal que se ha puesto en marcha en las distintas autonomías, ya sea en forma de rebajas masivas (Andalucía, Madrid) o de incrementos destinados a objetivos políticos (en el caso de Baleares). El poder y su narrativa que, en el lenguaje moderno, consiste más en dividir que en incluir, por mucho que se presuma de lo segundo y se lo eleve casi a rango de idolatría. La inclusión evidentemente es sólo para algunos, mientras que a los demás se les asigna el papel de chivos expiatorios. Se diría que no hay historia sin un individuo o un colectivo que ejerza ese rol. René Girard ha escrito ensayos luminosos sobre este asunto y conviene recuperar su lectura si se quiere entender la psicología de una sociedad en crisis.

Como no podía ser de otro modo, Sánchez ha decidido activar todas las palancas disponibles para ganar las elecciones y ninguna munición resulta tan potente como la asociada a los Presupuestos Generales del Estado: cuentas expansivas para hacer frente al invierno económico, pero aún más para movilizar el voto de determinados grupos o sectores sociales. El más evidente es el de los jubilados, cuyo alto coste estructural para la Seguridad Social —ya en números rojos desde hace años— no parece inquietar a nuestro presidente. De hecho, la subida de las pensiones consiste en la medida económica más imprudente que ha tomado un gobierno en democracia, a pesar de que el actual contexto —con los ingresos en modo burbuja debido a la alta inflación— permite tomar esta decisión. Al menos a corto plazo, aunque todos sabemos lo que sucederá dentro de un tiempo: más y mayores ajustes entre las generaciones laboralmente activas y mayor carga fiscal para jóvenes y trabajadores. Algunos analistas ya han señalado lo obvio, es decir, que tras la revuelta de los ricos contra los pobres (tan bien teorizada por Lasch hace ya tres o cuatro décadas), ahora se está empezando a fraguar una revuelta de las clases pasivas contra las activas. El dinero que se destina a cubrir la inflación de las pensiones más elevadas es el dinero que no llega a los hospitales, a la ciencia, a la escuela, a la vivienda, al medio ambiente o a la dependencia. Entre el ideal y lo posible existe un término medio razonable que exige repartir con equidad los sacrificios a cambio de un futuro mejor para todos. Pero en ese espacio razonable de actuación, me temo que hay pocos votos que ganar.

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