La Opinión de A Coruña

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Daniel Capó

Época de idiotas

“Hablar bien de nuestra época resulta contracultural”, sostiene Armando Zerolo al inicio de su ensayo Época de idiotas. Y tiene razón. El victimismo vende en política y resulta emocionalmente efectivo, al igual que la queja o el lamento. Las identidades fuertes aprovechan sus heridas como fuentes de cohesión grupal. Los gobiernos emplean la memoria para reescribir su lectura del pasado y, de este modo, alteran la conciencia del presente. La idea inicial de la memoria histórica, a la que se sumaron los pensadores marxistas de la Escuela de Frankfurt, consistía en una comprensión dialogante que nos pusiera frente a frente del dolor de los demás y no de nuestra propia angustia. Hay algo especialmente profundo en esta imagen que ensancha nuestra identidad al asumir el relato de otras identidades, esto es, al hacernos sensibles a su historia, a su dolor y también a sus razones. Lo contrario, bucear en el propio sufrimiento y exponerlo continuamente como fundamento de legitimación de unos determinados derechos individuales o colectivos puede ser efectivo —y lo es— como argamasa social de unos grupos determinados, pero no para cohesionar un país plural, como son la mayoría de los de nuestro tiempo.

Armando Zerolo, como profundo liberal, defiende en su libro el valor político del límite, que consiste precisamente en situarse en aquel espacio donde uno puede encontrarse con los demás, haciendo posible que lo pongan a prueba. Lutero —siguiendo los pasos de san Agustín— solía referirse a una “teología de la prueba” que, al sondearnos y colocarnos frente a nuestras debilidades, nos permite conocer mejor el auténtico rostro de nuestra personalidad. El límite tiene esa función: dejarnos tantear, conocer aquello que no es nuestro, pero de lo que quizás hemos sido o somos responsables de algún modo, en el pasado o en el presente. Sin embargo, también ese límite, que es el que hace posible la amistad con el diferente, nos permite compartir nuestra memoria y nuestro dolor, iluminando así la responsabilidad del otro. El límite nos pone en el camino del reconocimiento, que es uno de los grandes temas clásicos. “La cultura contemporánea emprende ahora, como Homero —leemos en Época de idiotas—, un viaje de retorno en el que el cuidado del mundo y de sí mismo se le presenta con una fuerza renovada y una conciencia superior. Una vez que hemos abandonado el optimismo que nos proporcionaba la fe en el progreso, la alternativa no es el pesimismo o el decadentismo, sino la conciencia de una enorme responsabilidad”.

Los idiotas son, para el autor de este lúcido ensayo, aquellos que deciden acudir presurosos al límite, a pesar de los riesgos que asumen y de la incomprensión de su época. El idiota es aquel que sabe humillarse, porque en la humillación se encuentra un gran poder. “Hay una humillación que nos es propia —escribe Zerolo—, una rendición del poder ante la fragilidad, el dolor o la injusticia que nos hace más humanos. No somos solo un poder descontrolado, somos sobre todo aquello ante lo que nos inclinamos. Ese es el poder de los poderosos, el poder de arrodillarse, de rendir las fuerzas ante algo más valioso”. Este es un libro que hay que leer, porque sus preguntas —y sus respuestas— resuenan en nosotros durante mucho, mucho tiempo.

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