La Opinión de A Coruña

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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

Sobre el calor de noviembre

El 1 de noviembre de 1971 me incorporé a la plantilla de El Pueblo Gallego de Vigo, que pertenecía entonces al organismo denominado Prensa y Radio del Movimiento. La mayoría de las cabeceras —con excepciones como Marca, el diario deportivo que había sido fundado en San Sebastián por la familia Fernández-Cuesta— formaba parte del botín de guerra con el que el general Franco empezó a construir el poderoso aparato de propaganda de su régimen, a costa de la incautación de los medios que habían pertenecido a sectores de opinión republicanos. Primero con los periódicos de los territorios arrebatados a los rojos durante los tres años que duró la Guerra Civil. Y después, con esos mismos y con los aportados por los editores partidarios del golpe de estado militar. Muchos de ellos más franquistas que el propio Franco, porque el halago infinito (creen algunos) parece ser el mejor salvoconducto para transitar por los siempre azarosos caminos de la Historia.

El Pueblo Gallego fue uno de los primeros en integrarse al bando de los sumisos, porque el Alzamiento militar triunfó rápidamente en Galicia y el periódico propiedad del político republicano Manuel Portela Valladares, un medio de gran aceptación popular, pasó de ser considerado como un portavoz de la causa republicana a un órgano de opinión filonazi. Yo procedía de la Editorial Católica, la cadena de prensa de la Conferencia Episcopal, que tenía como buque insignia al Ya de Madrid, creado por el cardenal Herrera Oria. Y cuatro medios regionales (El Ideal Gallego, Hoy de Extremadura, Información de Alicante y Levante de Valencia). Y así funcionaba como “aparato de Estado” (que diría un marxista) el asfixiante cerco informativo de la propaganda franquista. Todo esto ya es historia resumida y, por tanto, campo de trabajo de historiadores profesionales. Pero yo aún recuerdo vívidamente, de aquel ya lejano 1 de noviembre, el calor que hizo en Vigo y alrededores, un otoño excepcionalmente cálido. Durante el día, la gente buscaba la sombra y las pocas terrazas que los bares sacaban al exterior para solaz de sus clientes escaseaban. Aún faltaban muchos años (y un salto espectacular desde la dictadura militar a la monarquía parlamentaria) para que las terrazas se convirtieran en el eje espiritual de la nación. Tanto para la hostelería, que es nuestra industria más rentable, como para el común de la gente que las tiene como el territorio más propicio para desarrollar su libertad, tal y como nos anuncia la filósofa de moda Isabel Díaz Ayuso. ¿Qué sería de nosotros sin las terrazas de los bares? ¿Dónde encontraríamos mejor sitio para aguardar el Armagedón entre el malvado Putin y el angélico Zelenski mientras nos tomamos unas cañas de cerveza y unas patatas fritas?

Pero aquel 1 de noviembre de 1971 el apocalipsis estaba todavía lejos y el cambio climático no era un tema de conversación en las tertulias de los cafés. Yo ilustré la primera página de El Pueblo Gallego con una bonita foto de Felé en la que podía verse a unas guapas bañistas en bikini en la playa de Samil. Bajo ellas, este expresivo titular: Insólito Noviembre.

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