Los Estados Unidos han sido un verdadero melting pot —un crisol de razas y culturas— desde hace mucho tiempo. Desde la Guerra de Secesión americana, que perdieron los partidarios de la esclavitud, la lucha por la igualdad racial ha sido constante, se ha utilizado para ello técnicas de discriminación positiva muy eficaces, y el proceso culminó en la práctica cuando un negro, Barack Obama, llegó a la presidencia del Estado.
En Europa, solo el imperio británico, el que más tardíamente periclitó en la práctica y que pervive en la forma de una romántica Commonwhealt, experimentó un proceso multicultural y multiétnico semejante al norteamericano. Londres es hoy un gozoso zoológico de la raza humana, un hijo del rey Carlos III se ha casado con una mujer mestiza, y un espécimen indio (sus padres ingresaron desde África en el Reino Unido en los años 60), de religión hinduista acaba de alcanzar la presidencia del Consejo de Ministros.
El mundo más desarrollado se ha vuelto plural y cosmopolita, conviven pacíficamente religiones, creencias y etnias muy diferentes y el nacionalismo decimonónico está en retroceso. El multiculturalismo excita la tolerancia y genera a la larga dosis cada vez mayores de respeto al diferente. Ojalá deje de haber reductos de integrismo que niegan esta gozosa realidad.
