La Opinión de A Coruña

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Juan Gaitán

El mal sueño

Nadie supo nunca si la vida es sueño, por más que nos lo dijera Calderón, ese genio que igualó o tal vez superó el famosísimo monólogo de Shakespeare del “to be or not to be” del príncipe Hamlet, con el mucho menos famoso del también príncipe Segismundo que comienza con “ay, mísero de mí, y ay, infelice”. Nadie, nunca, supo si la vida es sueño, por más que dedicásemos a ella, lo digo en pasado, un tercio de nuestras vidas, según la vieja contabilidad de los días.

Parece que eso ya tampoco es como solía. Los españoles dormimos muy poco y muy mal, alertan los expertos, que están siempre alertándonos de algo. Por eso en estos días la Comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados ha aprobado una Proposición no de Ley que insta al Gobierno a tomar medidas “en torno a la formación y la acreditación de los sanitarios, las guías clínicas y la promoción de hábitos saludables de sueño entre la población”.

Los datos afirman que entre un veinte y un cincuenta por ciento de los españoles (hubiésemos agradecido un cálculo más ajustadito) tienen en algún momento de sus vidas problemas para dormir. El insomnio crónico afecta, al aparecer, al diez por ciento de la población. Esto hace que el negocio de los somníferos esté viviendo una época de ensueño, con casi doce millones de cajas vendidas en las farmacias. Todo un récord que eleva a más de ciento treinta millones de euros el dinero generado en tan solo un año.

Yo soy de ese diez por ciento, uno de esos españoles que apenas duerme. Nunca he aprendido a dormir. El sueño es para mí un lugar inhóspito, un territorio extraño del que regreso lo antes posible y con la sensación de haber estado donde no me corresponde, en unas manos que me son ajenas. He visto tantas madrugadas, casi, como días ha tenido mi vida. Las primeras luces del alba que Borges llamó “aventurera” me han encontrado casi siempre despierto, casi siempre leyendo. Yo pensaba que era algo que me distinguía, una más de mis tantas rarezas, y ahora, de repente, no es sino una vulgaridad, algo que le ocurre a mucha gente, y que se alivia al parecer con una pastillita que puede que acabemos tomando por decreto ley, recetada por el médico del seguro, ahora que la cosa ha llegado al Congreso y comienza a ser una cuestión de Estado y no algo personal, íntimo, que cada cual vivía a su manera.

A estas alturas, tengo apego a mi vigilia, vieja compañera. Nunca vi la vida como un sueño, aunque a ratos un mal sueño parezca. Todo lo más, como una fantasía, una de esas irrealidades que toma cuerpo en el duermevela, como salida de entre la penumbra, cuando, en la alta madrugada, levanto la mirada del libro y me digo “ay, infelice”.

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