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EDITORIAL LA OPINIÓN

La salud mental, la otra pandemia silenciosa

Radiografía de la salud mental en España: ¿Por qué Canarias está a la cabeza en suicidios? Silhouette of a crying man waiting for his wife or family in the hospital about emergency accident or Deadly disease

Psiquiatras, psicólogos y especialistas coinciden en un diagnóstico: la insuficiencia de la actual red sanitaria pública para detectar a tiempo las patologías psíquicas y ofrecer con rapidez el tratamiento adecuado. La carencia viene de lejos, aunque el modo de vida actual, la exigencia permanente de bienestar, acabó por acentuarla. Esto no se arregla únicamente con la incorporación de decenas de especialistas, como ha anunciado la Consellería de Sanidade, ni con la apertura de nuevas instalaciones y dotaciones. Pero sería tan injusto negar que ha habido notables avances en este ámbito —a la espera de otros que se han comprometido—como asegurar que el grueso del trabajo está hecho. Por dos razones: primera, porque la posición de partida de la atención a la salud mental era más que precaria; y segunda, porque la situación se ha agravado de forma alarmante en los últimos tiempos, fundamentalmente por el impacto salvaje de la pandemia.

Galicia se encuentra entre las comunidades que más tranquilizantes consume entre su población mayor. La ingesta de ansiolíticos y psicofármacos en general —sedantes, antidepresivos...— ha subido un 70% en solo dos años. Ansiedad, angustia, insomnio, la depresión se han extendido como una mancha de aceite entre la población. Entre los mayores, pero también entre los más jóvenes. Los pensamientos suicidas e incluso los intentos de quitarse la vida han crecido exponencialmente. El fenómeno es alarmante entre los menores de edad. En algunas provincias, como Ourense, las muertes por suicidio ya duplican a las de tráfico.

Las consultas en Atención Primaria por cuestiones relacionadas con la salud mental son cada vez más frecuentes, hasta el punto de que, según datos del Instituto Galego de Estatística, más de 150.000 ciudadanos confiesan que su salud mental ha empeorado significativamente en el último año. Y este factor también tiene su traslación a las bajas laborales. Salud individual, salud social y salud económica... Un problema de primera magnitud. Una epidemia silenciosa.

A la vista del panorama, la pregunta es evidente: ¿Acaso nos estamos volviendo locos? La respuesta es rotunda: no. Un contexto de incertidumbre y miedo, como la traumática experiencia del COVID y las inseguridades sobrevenidas con posterioridad —guerra, crisis...— sacan a la luz obsesiones, dificultades en las relaciones y daños ocasionados por la soledad que permanecían larvados.

Son, en buena parte, la consecuencia de un mundo hedonista, que sitúa la felicidad y el éxito como referentes. Que encumbra el narcisismo y la autoestima vacua. Que culpabiliza al prójimo de la desazón y halla en el victimismo un asidero al que aferrarse. Las redes tampoco contribuyen al elevar y distorsionar estos valores. Al contrario, son una formidable palanca que provoca desorientación y extrañamiento, en especial entre los más jóvenes.

Contra estos síntomas no existen pastillas mágicas. La sociedad contemporánea rinde culto al cuerpo. No así a la mente. Cualquier ciudadano sabe de la inconveniencia de alcohol, tabaco, azúcar o grasas. Y acepta la importancia de una ingesta equilibrada, combinada con el ejercicio, como fórmula personal para prevenir dolencias. Sin embargo, no tiene tan asumido a quién recurrir con efectividad cuando flaquea el espíritu, o cómo dejarse ayudar en periodos de transitoria desarmonía. De desequilibrio.

A nadie le da reparo reconocer en público que rompió una pierna o superó una complicación gástrica. Pero para casi todos admitir una debilidad anímica supone un quebranto. Y la salud mental resulta tan importante como la física. Mantener una zona de oscuridad solo agrava el problema.

Reinterpretemos el aserto clásico: para un cuerpo sano, antes una mente sana. No lo percibe así el conjunto del sistema, que nos conciencia desde la infancia a la madurez de los hábitos corporales, pero obvia las atenciones emocionales y no rompe con el estigma. Por ahí debería empezar cualquier plan integral.

Urge tanto el dinero de las administraciones —muchos más recursos— como un cambio profundo de mentalidad. Una solución real implica a cada individuo y a su capacidad de resiliencia para sobreponerse a las perturbaciones. También a las familias, que tampoco en esto —la tolerancia al malestar— pueden delegar en las administraciones la misión de educar. Sobreproteger a un ser querido no contribuye a su crecimiento: le debilita y le vuelve vulnerable, porque cercena el desarrollo de las herramientas propias para aprender a gestionar sus sentimientos.

La vida a veces es angustia. Muchas actividades conducen al estrés. Trabajar o estudiar siempre fue duro. La tristeza no entraña depresión, ni el nerviosismo, ansiedad. No hay otro secreto para superar un revés que levantarse con la frustración a cuestas. Una pérdida se sobrelleva llorando. Sin complejos. Cosas obvias que en el siglo del confort parecen olvidarse hasta desembocar hundidos ante un médico. Desatar este nudo gordiano obliga a acabar con la confusión y a discernir los casos de enfermedad del sufrimiento cotidiano, incluso de la picaresca.

A una realidad tan compleja conviene mirarla de frente. Día a día, no solo cuando se celebre el Día Mundial de la Salud mental de turno. Y con un protocolo distinto, porque ejecutando lo mismo no cabe esperar una respuesta diferente. Al gigantesco desafío de saldar una espera en Atención Primaria y en cirugías inasumible, pese a los costes sanitarios mastodónticos, la Xunta debe añadir el de responder al tsunami de las necesidades psíquicas. Afrontarlo exige un esfuerzo extra en prevención y atención. Solo así se podrá atajar esta pandemia silenciosa que exige a todos los ciudadanos, pero en primer lugar a las administraciones, coraje, recursos y planificación.

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