Tengan ustedes una muy buena jornada. ¿Qué tal están? Nos encontramos de nuevo en el periódico, en este ratito que compartimos hace ya más de veinte años. Y lo hacemos, como siempre, para hablar de elementos políticos, económicos o sociales que, al menos por mi parte, considero de especial relevancia. Muchos de ellos, además, se asoman de forma recurrente a estas líneas. El tema que hoy les propongo es uno de ellos.

Y, además, es muy de actualidad. Se trata de la violencia específica y estructural contra la mujer, que en días como el de ayer, 25 de noviembre, tienen todo el protagonismo. Como les digo, hemos hablado muchas veces de ello. Pero tenemos que seguir, porque a pesar de los evidentes avances en nuestra sociedad desde muchos puntos de vista, hay mucho terreno aún en el que concentrar los esfuerzos. Y con el problema añadido de que existen determinados indicadores que nos están advirtiendo de posibles retrocesos en algunos aspectos de tal temática.

No, no podemos mirar para otro lado. La mujer ha venido sufriendo una violencia estructural, concretada de mil maneras diferentes, desde hace mucho tiempo. Y eso es palmario. No se puede negar. No puede haber negacionismo de ello, a pesar de las sorprendentes opiniones vertidas desde particulares ámbitos ideológicos y políticos, que pretenden reescribir los acontecimientos y mostrarnos una realidad ficticia. Las mujeres han tenido que soportar y soportan situaciones vejatorias, violencia y daños, así como “cosificación” y otros riesgos, penurias y dificultades. Y si abrimos un poco más el campo de mira y nos fijamos en la situación aún actual en buena parte del planeta, entonces el panorama es desolador... ¿Son ustedes conscientes de ello?

Ser mujer es, además, un factor de riesgo para ser pobre. Las estadísticas de vulnerabilidad nos muestran en ella un evidente sesgo femenino generalizado. Fíjense que, en muchos lugares, las mujeres ni siquiera pueden tener propiedades registradas a su nombre... Y no les sorprenda mucho, porque puedo recordarles entonces que en nuestro propio país una mujer, hace cuarenta y pico o cincuenta años, tenía que ir con su padre o su marido a abrir una cuenta en un banco... ¡aunque fuese incluso empleada del mismo! Lo sé de buena tinta y en clave familiar...

Profesionalmente he tenido la oportunidad de estar en un par de períodos muy vinculado con los esfuerzos en materia de prevención y abordaje de la violencia contra la mujer. Y, de esas experiencias, quiero resaltar lo vivido y lo aprendido conociendo los esfuerzos de mujeres de Centroamérica por empoderarse y por luchar por sus derechos, a veces en medio de violencia familiar institucionalizada, o en contextos complejos a nivel socioeconómico y de gran inseguridad. También pude participar y conocer en detalle los esfuerzos de muchos profesionales, en Galicia, para sacar adelante la vida de mujeres literalmente amenazadas por situaciones opresivas y que, con frecuencia, han corrido graves riesgos debido a la violencia familiar. Puedo afirmar que he vivido desde muy cerca los desvelos, el tesón y la profesionalidad de equipos interdisciplinares que trabajan en tal ámbito de forma holística: desde trabajadoras y educadoras sociales, juristas y profesionales de la psicología, hasta unidades de las fuerzas y cuerpos de seguridad dedicadas a este menester, pasando por gestores y personal operativo de casas de acogida y de centros de información y apoyo a las mujeres maltratadas. Y puedo decir en alto que podemos estar muy orgullosos de ello...

Sin embargo, hoy les contaré una pequeña historia que, literalmente, me ha puesto los pelos de punta y que, a pesar de lo visto y vivido, me impactó sobremanera. Sucedió estos días, en torno a la celebración del 25-N en el ámbito escolar. Déjenme que me ahorre los detalles, porque hay menores involucrados en ello, y no toca desvelar datos particulares de los mismos. Pero llegará con explicarles que, en torno a tal fecha, conozco a dos de ellos, varones, que han plasmado su visión, sentimiento y racionalización de todo ello en una canción, en una expresión artística. La misma, al margen de su valor per se en clave cultural, relata dificultades y dramas diarios que surgen de la experiencia en primera persona. De lo vivido por ellos mismos. De su calvario particular, del de sus madres y de sus familias, concretado en la existencia de sus maltratadores. Y, por eso, provoca lágrimas. Muchas lágrimas. Algunas que surgen de la empatía, de la impotencia ante la injusticia y de la constatación de que la violencia estructural contra la mujer -sí, esa frente a la que algunos y algunas (para más inri, ellas) se permiten ser negacionistas- existe y mata. Otras lágrimas son de alegría, comprendiendo que hay esperanza. Que hay fuerza y capacidad mientras chavales como ellos sean capaces de articular con contundencia semejante rosario de verdades hilvanadas con la impactante dureza de una realidad que no es de color de rosa...

Sí, hay esperanza. Aunque los indicadores a los que me refería nos muestren la radiografía de cierta parte de la juventud que, a veces, recae en actitudes, tópicos y prejuicios que creíamos ya pasados... O aunque en los dispositivos móviles de tantos chicos y chicas se escuchen con demasiada frecuencia canciones que nos proponen estereotipos de mujer que inquietan, porque denigran a la misma como tal, o actitudes que podrían entrar en categorías tipificadas en el código penal... ¡Ay, hay tanto por hacer!