Tal día como hoy hace veinte años una formidable lengua negra, con un extraordinario poder destructivo, se acercaba de forma amenazadora a las costas gallegas. La fuente: un petrolero con un boquete en su casco, una chatarra flotante prácticamente sin control, comandado por un capitán griego sobrepasado por los acontecimientos. De nombre Prestige, ese barco ya forma parte de la memoria más negra de la historia reciente de Galicia. Más de 60.000 toneladas de fuel tiñeron gran parte de la costa atlántica, desde Francia a Portugal, pero sobre todo infestaron de fuel nuestras rías: 2.000 kilómetros de litoral contaminado, 750 playas arruinadas y cientos de miles de aves marinas muertas.

Y tal día como hoy de hace veinte años, el entonces presidente de la Xunta, Manuel Fraga, comparecía en el Parlamento de Galicia para defender la gestión de las administraciones gallega y española. Las medidas adoptadas eran las “correctas”, la coordinación con el Gobierno presidido por Aznar era “perfecta”, se trabajaba “seriamente” para paliar los daños y, en uno de sus excesos verbales con marca de la casa, proclamaba solemnemente ante el pasmo de sus señorías: “Todo va como la seda”. Lo que pasó después es sobradamente conocido.

Sorprende, o quizá no tanto, que unos gobernantes, una clase política en general y no pocos medios de comunicación, todos tan proclives a celebrar los aniversarios más variopintos, incluso los anecdóticos, estén intentando pasar de puntillas por este funesto cumpleaños. Y sorprende también que albergando Galicia los grandes polos de investigación científica, administrativa y empresarial marinas, como el Instituto Oceanográfico de Galicia o la Agencia Europea de Pesca, hasta el momento nadie haya dado un paso adelante, no tanto para recordar qué ocurrió en aquellos meses en los que el chapapote pasó de ser un término desconocido a formar parte de nuestras conversaciones cotidianas, como para, con una mirada retrospectiva y también prospectiva, analizar qué se hizo bien, cuáles fueron los errores y, sobre todo, qué hemos aprendido de aquella tragedia medioambiental, si es que hemos aprendido algo. Para saber en qué medida Galicia cambió en veinte años. Si la conciencia ecológica y de preservación de nuestros hábitats ha calado o si, por el contrario, el estallido de indignación social y ciudadana se quedó en una marea solidaria y de rebeldía estruendosa sin mayores consecuencias prácticas. Lo cierto es que en relativamente poco tiempo después del desastre ecológico —un lustro es nada en la historia de un país— la galerna política amainó. El viento de cambio desapareció. La rebeldía científica se recluyó mansamente en los laboratorios. Y, en definitiva, pasado el temporal de chapapote, reinó la calma chicha.

LA OPINIÓN A CORUÑA ha querido contribuir en las últimas semanas, y lo seguirá haciendo, a avivar un debate necesario. Para ello, hemos hablado con los grandes protagonistas de aquellas semanas, con responsables técnicos y políticos, pero también con los ciudadanos anónimos, con representantes de los sectores más damnificados y con líderes de la comunidad científica. Con todos. Como es nuestra obligación, hemos intentado mostrar una visión panorámica, plural, abierta, poliédrica, sin prejuicios ni apriorismos. Dejando que recuerden, que se expliquen, que relaten su visión de la tragedia. Pero también preguntando, escuchando y repreguntando. Para poner a disposición de nuestros lectores todos los puntos de vista, las diferentes versiones, las justificaciones, las críticas, las denuncias, las coartadas… Porque, como siempre, aspiramos a que sean los propios lectores los que entiendan las claves de lo sucedido y, si así lo desean, juzguen y condenen. O absuelvan.

Tras leer su relato de los hechos y su papel en los mismos, hay varios elementos que llaman la atención: el primero, es que prácticamente todos se mantienen hoy, veinte años después, en sus posiciones iniciales. Impera el inmovilismo. Sin noticias de asunción de errores, actos de contrición o arrepentimiento. Al contrario, lo que ha predominado es el cierre de filas sobre los propios juicios y decisiones, aunque el tiempo se haya encargado de desautorizarlos. Ante este comportamiento, la cuestión que nos asalta es sencilla: ¿si todo se hizo tan bien, por qué salió todo tan mal?

Pero además de ese numantinismo personal, esa humana y comprensible reacción de autodefensa, produce perplejidad percibir una segunda idea común: la universalización del victimismo. Los posibles responsables de las decisiones o se sienten víctimas del cruel juego político de la época (de sus adversarios, pero también de los dirigentes de su propio partido que necesitaban encontrar un chivo expiatorio, un cabeza de turco que lanzar al escarnio público para parapetarse ellos tras ese supuesto linchamiento); o se declaran abiertamente víctimas de la incomprensión ciudadana. Sus determinaciones fueron las correctas (todavía hoy las defienden), aunque nadie, o muy pocos, les dé la razón. Son doblemente víctimas. Casi mártires por una buena causa.

El daño que causó el vertido del Prestige fue atroz: medioambiental y económico. Pero también tuvo un impacto psicológico, emocional y sociólogo indudable. Como en el caso del Alvia, cuyo juicio se celebra estos días en Santiago y que tiene al maquinista como epicentro de todas las responsabilidades, el rango de culpables de la catástrofe medioambiental se limitó a una condena simbólica a Apostolos Mangouras, el capitán del barco (un personaje que sentado él solo en el banquillo incluso desató una ola de conmiseración y piedad colectivas), y una indemnización milmillonaria que todavía sigue enmarañada en pleitos.

La tercera lección se podría resumir en la amnesia, el olvido, quizá provocado, de la desgracia. Más allá de los trabajos publicados por LA OPINIÓN, pocos han querido recrear, profundizar y analizar esta efeméride. Deconstruirla, en busca de su verdadera dimensión. Nuestra clase política se ha desinteresado burdamente y la sociedad civil, quizá más preocupada hoy por cuestiones perentorias (empleo, inflación, salud…), ha mostrado una actitud rayana a medio camino entre la melancolía y la desmemoria de unas jornadas entre terroríficas y épicas. La mayoría de los jóvenes, directamente, ni se acuerdan, entre otras cosas, porque casi nadie ha querido sembrar en ellos la semilla de aquel horror. Así que no pocos escuchan estos días aquellos acontecimientos como la batallita de padres o abuelos.

Y la cuarta lectura es la de la incertidumbre, que se traduce en otra pregunta: ¿podría ocurrir un nuevo Prestige? Y, si ocurriese, ¿estamos mejor preparados? A estas dos cuestiones nadie es capaz de dar una respuesta tajante, solvente, definitiva. Es cierto que se han reforzado los medios (una empresa, por otra parte, fácil de acometer dada la penuria que había), pero la impresión general es que seguimos careciendo de un protocolo detallado, definido y riguroso, de una estructura sólida, de un comité de sabios permanente “por si acaso”, de un comisionado o un responsable que vigile, coordine o fiscalice el día a día en coordinación con la comunidad científica o responsables portuarios. Ni siquiera en la Unión Europea, el reino de la burocracia, el paraíso de las comisiones que se reúnen para decidir crear otras comisiones, lo tienen claro y siguen, todavía hoy, dándole vueltas a la idea de cómo reforzar y fortalecer todo el control del tráfico marítimo.

Mientras tanto, por nuestras costas pasan cada año miles de barcos con materiales tóxicos, contaminantes o peligrosos. Afortunadamente desde el Prestige no ha habido otro episodio de tamaña dimensión, pero el peligro siempre está a la vuelta de las rías. Por eso, desde LA OPINIÓN entendemos que recordar los días negros del Prestige es la mejor forma de evitar otro.