La Opinión de A Coruña

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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

‘Mataiotes mataiotetos’

Terminando el Bachillerato cursábamos, los que habíamos escogido Letras, la asignatura de Griego con Francisco José Alcántara, que había ganado el Premio Nadal con la novela La muerte le sienta bien a Villalobos. La inmersión en la lengua de Sófocles (griego clásico) y de Nikos Kazantzakis (griego moderno) era breve y no daba tiempo a profundizar en ella. Pero Alcántara sabía hacer la clase muy amena y siempre encontraba ocasión para mantener viva la atención del alumnado. A ello contribuían no poco los caracteres cirílicos que se empleaban para escribir en las lenguas orientales, especialmente en el idioma ruso.

En la década de los cincuenta, todo lo relacionado con la Rusia soviética (no había otra) despertaba un interés morboso. Y nos entreteníamos traduciendo al castellano los nombres que los deportistas del Este (especialmente los jugadores de fútbol) lucían en sus camisetas. De todos ellos, el que despertaba mayor admiración era el gigantesco Yashin, considerado el mejor portero del mundo, que vestía siempre de luto riguroso, y también conocido bajo el apelativo de la “Araña negra”, por su asombrosa facilidad para tejer una red impenetrable en torno a su portería.

Pasados los años, nuestro conocimiento del griego quedó reducido a una frase atribuida a Salomón que decía así: “Mataiotes mataiotetos kai panta mataiotes”. Es decir, “Vanidad de vanidades y solo vanidad”. La sonoridad del aserto nos cautivó y cuando los pocos supervivientes de aquellas clases de griego con Alcántara nos encontramos, la primera forma de salutación es esa. A la que alguno con mejor memoria añade un texto de San Juan Crisóstomo sobre la insoportable vanidad que, a veces, se apodera de los humanos. “Que fueron sino rocío de los prados”, escribió en una de sus combativas homilías el patriarca de Antioquía.

Viene a cuento esta introducción después de haber oído una intervención del presidente del Gobierno sobre la importancia política del traslado de los restos mortales de Francisco Franco, desde la tumba que ocupaba en la basílica del Valle de los Caídos a otro emplazamiento pactado con la familia. “Yo pasaré a la Historia como el presidente que exhumó al dictador”, dijo. Acto seguido, tuvo un breve recuerdo para la “claridad republicana” sin concretar a qué se refería. La oposición, y los medios que lo acosan sin darle un minuto de respiro, calificaron de insoportable vanidad las declaraciones de Sánchez y se esmeran en resaltar lo que ellos consideran ridículo. Unos aprovechan para tildarlo de cobarde por haber esperado tantos años a enfrentarse con la momia del dictador. Y otros le sacan punta a esa alusión a la “claridad republicana” en contraposición a la “oscuridad franquista”. Dado el lugar en que fueron hechas esas declaraciones (ante un auditorio adicto y dispuesto al aplauso fraternal) la cosa no tiene mayor importancia. Aunque hay que reconocer que Sánchez adolece de un punto de vanidad en sus comparecencias. Todo lo que él hace está bien y merece nuestro más rendido reconocimiento. Se trata de una vanidad algo infantil, pero no tanto como para merecer descalificaciones tan feroces. Lo dicho: “Mataiotes mataiotetos kai panta mataiotes”.

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