Opinión | La espiral de la libreta

Olga Merino Periodista y escritora

Guisar con recortes del frigorífico

En la cocina, carezco de imaginación; soy de sota, caballo y rey. En cambio, mi amigo José Luis es capaz de improvisar un almuerzo delicioso con recortes de frigorífico. En una ocasión, se le ocurrió echar una punta de sobrasada en el risotto, y acabamos chupando hasta el mango del tenedor. Pienso en eso mientras trato de guisar un texto decente con las sobras de la semana. ¿Escribir de Marlaska y Melilla? Nanay, necesitaría la página entera. Del gallinero en el Congreso ya hablé. Estaría bien abordar cómo Alemania ha salvado a España en el Mundial de Catar, vinculando ese rescate a la reforma del pacto fiscal europeo. Pero ahí no rasco mucho. Al respecto, solo me viene a la cabeza un disparate, la frase que pronunció el lateral izquierdo inglés Stuart Pearce cuando estaba atravesando una mala racha: “I can see the carrot at the end of the tunnel” (‘puedo ver la zanahoria al final del túnel’). En el fondo, detrás de ese gazapo, del lío con dos frases hechas, se esconde un chispazo de inteligencia, casi un tratado de filosofía.

En la calle, al otro lado del balcón, el día va poniéndose alemán, de un gris ratonil. Estoy dispersa. ¿La excusa? Que tengo pintores en casa. Mejor dicho, el pintor, uno solo, que pinta con pistola. No me molesta el ruido; en peores garitas se puede escribir. “El ruido es música que aún no entendemos”, escribe Agustín Fernández Mallo. Lo que me desconcentra es la idea del polvillo blanco de pintura que irá depositándose sobre los muebles, igual que la melancolía tizna el tiempo y los objetos, y el hartazgo de fregotear que me aguarda. Limpiar como Sísifo, sin vislumbrar un final.

Mi pintor lleva un pendiente en la oreja y un pañuelo a la nuca, como un pirata. Es simpático.

–¿Te apetece un café?

–Vale.

El problema es encontrar la cafetera en medio del caos.

Me cuenta el pintor que, en una ocasión, se encontró un fajo de billetes en lo alto de un armario y que enseguida se lo entregó a la señora de la casa, pero se armó una buena tangana porque ella no sabía nada (lo había escondido el marido). Pienso que, si hallara un rollo de guita en mi casa, le entregaría la mitad de pura alegría. Llevamos varios días de charlas intermitentes. Las motos, las escapadas a la montaña, el dentista, las soledades de Pedro Sánchez, de las dificultades del vivir y de cómo hay que invertir el domingo en que el resto de la semana no descarrile.

Llego al final del artículo sin haberme dado cuenta de que guardaba un resto de nevera, una frase de Virginia Woolf: “No son las catástrofes, ni los asesinatos, ni las muertes, ni las enfermedades, las que nos envejecen y nos matan; es la forma como la gente mira y ríe, y sube corriendo las escalinatas de los autobuses”. Era la zanahoria al final del túnel.

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