Opinión

Distinción

Uno de los entretenimientos de juventud era preguntarnos si tal o cual persona tenía “distinción”. Una de mis primas comenzaba a nombrar a conocidos, cantantes o actores y el resto opinaba sobre si tenían o no ese atributo. A pesar de que nadie definía previamente qué condiciones debía reunir el distinguido en cuestión, todos coincidíamos en los diagnósticos. Sylvester Stallone, por nombrar a alguien, no estaba dotado de esa cualidad y Mick Jagger, antes de hacerse cosas raras en la cara, sí. La distinción no depende de la belleza, la condición física, la forma de vestir, el linaje o la capacidad económica. Puede sumar, pero no son condiciones suficientes. Es una cualidad innata y tiene que ver con una manera de estar, de moverse y relacionarse con el entorno. Con no esconder la esencia, con la sencillez y la educación.

Recordé el juego al ver las imágenes del presidente Pedro Sánchez con un jersey de cuello alto y americana inaugurando el Congreso de la Internacional Socialista y me pregunté si pasaría la criba de nuestros encuentros y el ojo escrutador de mi prima. No. Muy en general, nuestra clase política aprueba en eso de vestir con estilo, pero la distinción jamás es relamida, maleducada, chillona o soez y, para nuestra desgracia, pocos políticos se libran de alguno de esos atributos.

En mi pódcast de referencia, el de Cristina Jolonch, el sumiller Josep Roca reflexiona sobre la bondad, la revolución de las personas sensibles y su propuesta de incorporar una mirada emocional. Le escucho hablar mientras salgo a caminar y, como el pensamiento salta sin sentido de un lugar a otro, comparo al “camarero de vinos” con Humphrey Bogart, a quien identifico como un hombre parco en eso de mostrar emociones. Me pregunto, ilusa de mí y como si tuviera muchas opciones, con qué tipo de hombre me quedaría. A estas alturas de mi vida, con el primero. La bondad es imbatible. En opinión de mi prima, ambos son tíos distinguidos.

Me gustan las personas que transmiten estar en armonía con su cuerpo. Las que lo visten con simplicidad y lo mueven con suavidad, las que lo respetan, no esconden sus cambios y los muestran con aplomo. Me chirrían las imposturas, los labios y pómulos hinchados, las frentes y miradas estiradas e inexpresivas. Hay una elegancia profunda en la aceptación de cómo somos, sin estridencias. Tuve un vecino que, salvo por unos cuantos pelos a los lados, se quedó calvo. Para disimular su estado, dejó crecer los únicos que le quedaban y los colocaba en forma de ensaimada sobre la coronilla. Un día le dio un golpe de aire y el mechón cayó hasta su hombro. Alguien le consoló y sugirió que se lo cortara. Así lo hizo y ganó diez puntos. Pensé en él cuando vi la publicidad de una empresa de zapatos masculinos anunciando que lograba hacer crecer siete centímetros “sin que nadie sepa cómo” a quien los llevara. En la imagen, un hombre altísimo y sonriente miraba a la cámara, mientras una mujer le abrazaba de espaldas. Supongo que solo funciona para citas sin final feliz, en las que nadie se acaba desnudando ni retozando. De lo contrario, nada me parece más alejado a la distinción. Mi prima no lo aceptaría y yo, desde luego, tampoco.