Opinión | Crónicas galantes

Las malas maneras son tendencia

Picasso es español y yo también; Picasso es un genio y yo también; Picasso es comunista y yo tampoco, dijo en cierta famosa ocasión Salvador Dalí. Esto ocurrió hace muchas lunas, cuando había cierta elegancia incluso en las puyas que los notables se infligían a cuenta de sus diferencias políticas. Quizá porque entonces aún no se habían inventado las redes sociales que tanto han venido a democratizar las malas maneras.

Ahora no se ejerce esa elemental cortesía ni siquiera entre los que comparten, en teoría, las mismas o parecidas ideas.

Solo así se entiende que Pablo Iglesias (nada que ver con el fundador del PSOE) se despachase el otro día con una tanda de adjetivos en los que reputaba de miserable, cobarde y estúpida la actitud de una colega que muchos identificaron como Yolanda Díaz. La así elípticamente aludida respondió con templanza y educación a los improperios, detalle que siempre es de agradecer.

Iglesias dice ser de izquierdas y Díaz también; así que se trata de una trifulca de lo más normal. Ya se sabe que hay enemigos, enemigos íntimos y, finalmente compañeros de partido, que son los que peor se llevan. Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros, solía decir el sabio Pío Cabanillas el Viejo.

Lo que ya no parece tan normal, ni debería serlo, es el insulto como técnica de discusión política, aunque sea entre colegas. En tiempos menos broncos que estos solía practicarse con pericia el arte de la injuria y del desdén que durante largos años inspiró el mejor parlamentarismo en el mundo.

El británico Winston Churchill ejerció de maestro en esta disciplina. Nunca o casi nunca dijo una mala palabra para descalificar a sus adversarios, lo que acaso le hiciera más temible.

Cuando quería ningunear a su íntimo enemigo Clement Attlee, por ejemplo, Churchill se limitaba a decir que “llega al 10 de Downing Street un taxi vacío; se abre la puerta y sale Attlee”. El más famoso premier británico negó tenazmente haber dicho tal cosa, pero quizá se tratase de un simple rasgo de modestia.

También en España, país menos dado a la ironía, se han dado abundantes ejemplos del arte de maldecir con sutileza y buenos modales.

Baste citar el de José María Gil Robles. Cuando el líder de la derecha estaba perorando en el Congreso de la República, una voz anónima le interrumpió desde un escaño: “Su Señoría es de los que todavía llevan calzoncillos de seda”. A este torpe intento de zaherir su virilidad, Gil Robles respondió impertérrito: “No sabía que la esposa de Su Señoría fuese tan indiscreta”.

Se ha perdido, lamentablemente, esa destreza en el arte de injuriar, que se tolera mejor cuando va acompañado de una razonable dosis de ingenio y no se queda —como ha ocurrido estos días con Iglesias o con una diputada de Vox— en el mero exabrupto. Bien podría haberle respondido Yolanda Díaz aquello que Thomas de Quincey dijo a un interlocutor que le había agraviado: “Ya he escuchado su insulto; ahora espero su argumento”. Pero quizá no estén los tiempos para tales donaires.

Por alguna extraña razón, la rudeza y la ausencia de modales se identifican con la sinceridad en España, del mismo modo que tiempo atrás solía asociarse la falta de higiene —y el consiguiente olor corporal— con la hombría. Y así nos va.

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