Opinión

Pilar Ruiz Costa

Diciembre de 2022

Comía el otro día sola en casa, con escasa atención al televisor, cuando me atravesó la noticia de un segundo ahorcamiento en Irán. Diciembre de 2022 y ahí estaba, la imagen de un cuerpo maniatado, encapuchado y pendiendo de una cuerda en una grúa. Todo vestido de blanco con el fondo del cielo de la ciudad santa de Mashad, su tierra natal, amaneciendo. Colgado públicamente, para que todos lo vieran.

El breve espacio que estuve casada discutí alguna vez con mi futuro exmarido porque me negaba en rotundo a que nuestros hijos comieran viendo las noticias. Eso fue lo primero que me vino a la cabeza. Debería estar prohibido juntar una frivolidad tan pequeña con una atrocidad tan grande, pero los dolores tienen ese no sé qué de traerte de vuelta dolores viejos.

Que los niños no se enteran, que faltaría más llegar a MI casa y no poder ni siquiera ver las noticias o que nosotros crecimos pegados a un televisor y, ya ves, tan normales. Me daba lo mismo. Que no, que no y que no. Un día, con las vidas ya separadas, cuando uno de mis hijos tendría cinco o seis años lo descubrí pegando a su hermano pequeño. No era un berrinche por un juguete, sino que estaba siendo verdaderamente cruel y le pregunté por qué lo hacía. Me contestó cabizbajo que no lo sabía y quizá fue la primera vez que pronuncié aquella frase tan extendida después de “no lo sé no es una respuesta. Ve a tu cuarto hasta que lo sepas”. Al rato fui y lo encontré sentado en el suelo. Me senté a su lado y hablamos de muchas cosas, de lo que está bien y lo que está mal hasta que me preguntó por qué hay niños que matan. Sin saber a qué se refería me contó que el otro día comiendo en casa de su padre había visto en las noticias niños que van a la guerra. “Un niño como yo con una metralleta”.

Todo eso me vino a la cabeza, de golpe, y también la necesidad de que aquel hombre ahorcado no fuera solamente un hombre ahorcado, lejos y ajeno. Así supe que era Majid Reza Rahnavard, un luchador de wrestling de 23 años. Lo vi sacudirse por un momento antes de que su cuerpo cediera y se balanceara como un péndulo varios metros sobre el suelo. Lo vi días antes cubierto con una gruesa máscara, la cara golpeada y un brazo envuelto en cabestrillo “confesar” ante los micrófonos de la televisión haber asesinado a dos guardianes iraníes. Vi el “Hola, diríjanse al pabellón 66 del cementerio Behesht Reza en Mashhad. Su hijo fue ejecutado esta mañana y está enterrado allí” por el que se enteró la madre, de la que no le permitieron despedirse. Condenado a la horca por moharebeh; odio contra Dios. Firma la sentencia el régimen de la República Islámica de Irán, autodenominados representación de Dios sobre la Tierra y valedores para señalar quién es su enemigo.

Cuatro días antes, el 8 de diciembre —Día de la Inmaculada Concepción—, había sido la primera ejecución de manifestantes en un intento apresurado de detener las protestas que piden el fin de la República Islámica. Fue la de Mohsen Shekari, también de 23 años y con una madre que lloraba: “Si ya me han matado a mi hijo, ¿a qué más puedo tener miedo?”.

Según la Agencia de Noticias de Activistas de Derechos Humanos (HRANA), hasta ahora, por lo menos 18.259 manifestantes han sido detenidos. 488 han muerto a manos de las fuerzas de seguridad. 68 de ellos eran niños.

Los ayatolás han retomado el arcaico método de ahorcamiento público, porque se ahorcaba, vaya que se ahorcaba, pero desde la privacidad de las prisiones para evitar exponerse a la siempre crítica opinión internacional. Apuestan ahora por que las ejecuciones ejemplarizantes pararán el estallido social que la implacable represión no acalla. Se cumplen tres meses desde que el país se revelara a raíz de la muerte de la joven Mahsa Amini bajo la custodia de la policía moral por no llevar bien puesto el velo. Sin embargo, cada ejecución ha sido respondida con nuevas movilizaciones que ya se han extendido de Teherán a 161 ciudades de todo el país. Reclaman el fin de la República Islámica fundada en 1979 por el ayatolá Jomeiní y la obligatoriedad del velo impuesta en 1983, prenda sin la cual “las mujeres están desnudas”.

Las Organizaciones de Derechos Humanos auguran ejecuciones en la horca en masa de manifestantes. Uno será el futbolista Amir Nasr-Azadani, de 26 años, condenado por odio contra Dios por manifestarse pidiendo que se cumplan los derechos de las mujeres y los derechos humanos en su país. Y mientras el mundial en Catar continuaba, como si nada porque gol.

Y a mí, qué tontería, no se me va de la cabeza aquel niño de cinco años haciéndose preguntas que ningún hijo de ninguna madre, nadie nunca debería plantearse. ¿Qué podría contestarle ahora? ¿“Lo ahorcan porque hizo algo malo”? ¿“Lo matan porque unos hombres malos creen que es enemigo de Dios”? Diciembre de 2022, ¿cómo podemos estar preguntándonos por qué sucede algo así?

Y en esas estoy, desde hace días, encerrada en mi cuarto de pensar… y todavía no tengo la respuesta.

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