Opinión | LA PELOTA NO SE MANCHA

Y Scaloni lloró

Lionel Scaloni, bajo el foco, camino de la medalla que le acredita como campeón del mundo

Lionel Scaloni, bajo el foco, camino de la medalla que le acredita como campeón del mundo / Noushad Thekkayil

Si llevó a A Coruña la copa que 100 años durará, no había nadie más indicado para coser la tercera estrella en la albiceleste, la primera después de El Diego. Entre divinidades, Lionel Sebastián Scaloni ha sido, ante todo, terrenal. Con perfil bajo y la puntada silenciosa del que sabe qué teclas tocar, del que entiende de quién rodearse, ha ido hilvanando un grupo, un equipo, la ilusión de toda la Argentina. Quien lo haya visto desaforado en aquel célebre encontronazo de Molina y Raúl en el Centenariazo, o rubio platino y colgado del balcón de María Pita, o volcánico en cada derbi ante el Celta, le habrá costado encontrar a aquel Leo en ese rictus impasible de guía y hombre contenido que ha lucido en el Mundial. Es otra manera de ponerle el pecho a las balas. Él ha sabido, desde que se puso al mando, que era el instrumento de otro elegido como Messi; él ha captado que solo los hechos le iban a librar de los dedos acusadores y el fuego amigo; él ha tenido claro que, siendo impasible, le iba a bajar revoluciones a un país que vive con el acelerador pisado, a un equipo carcomido por la presión. El tiempo le ha hecho aprender a serenarse, ya no es aquel joven de Riazor. La situación lo demandaba. Impermeable... hasta que no lo fue.

Se apoyó sobre sus rodillas, se bajó un segundo de esa noria descontrolada que había sido la final y reparó en lo que acababa de conseguir. Campeón del Mundo. De dónde venía, a dónde ha llegado. Vencido, rompió a llorar desconsolado, desencajado, junto al banquillo, mientras Paredes le ofrecía sus brazos. Fue, sin duda, una de las imágenes de ese Argentina-Francia, fue en la que el deportivismo se resquebrajó con él, con su neno de Pujato, ese al que nunca se le fue el acento, como a Messi, pero que sentía la blanquiazul como el que más. Abría el grifo Leo y tenía mucho que soltar.

Segundos después, quien en A Coruña se subía a los largueros para celebrar, quien era capaz de dejar su ropa en la mínima expresión en plena algarabía, sumaba a sus dos hijos al festejo interminable de un estadio teñido de azul y blanco. Otros tiempos. Cantar, bailar, alentar, de otra manera. También estaban presentes sus niños en su paso por zona mixta, donde se volvió a romper. Cargando a uno de ellos, unió a su familia a través de la pantalla —para que “lo vea su abuelo”, apuntó—, mientras recordaba a los que estaban en casa. A su hermano Mauro, a su padre Ángel, muy presentes en su etapa coruñesa, a todo ese núcleo que le define y que le enseñó a luchar, a mirar al frente, a seguir siempre hacia adelante. A Coruña se empapó de esa alegría por uno de los suyos, también fue golpeada por la nostalgia.

Porque, ya por la mañana, el día había amanecido rumboso y juguetón, con ganas de espetar realidades, de dejarse de medias tintas. Justo el domingo en el que uno de los referentes emocionales del equipo campeón se sentaba en un banquillo de la final de un Mundial, el Dépor jugaba en horario matutino en Ceuta. Se hizo viral un vídeo en el que se veía a los jugadores blanquiazules acceder a pie al estadio Alfonso Murube por una cuesta con un humilde en torno a sus costados. Es así para todos los equipos que juegan en la ciudad norteafricana, ya que el autobús no puede llegar hasta la misma puerta del recinto. Nada intencionado ni preparado para la ocasión ni que ocurriese por accidente. Fue un simple baño de realidad, de los más profundos en dos años y medio. En sí, por comparación. De los que el Dépor como club, sin renunciar a su grandeza, necesita a veces para saber dónde está, para mascullar su realidad, para valorar lo que tiene, más allá de la electricidad de Riazor.

Y tras la imagen, la energía. El Dépor, en el medio del barro, también tuvo una mañana agitada, de las de tirar siete veces el marcapasos a la basura. Salió vivo de Ceuta y aún no sabe cómo. Quizás fue una señal para la tarde, para anunciar que hoy tocaban emociones fuertes.

De momento, el Dépor y Scaloni, a distancias siderales aunque unidos por su pasado y un sentimiento, seguirán con sus caminos. Mañana o cuando se lo pregunten, volverá a decir que una de las ilusiones de su vida es sentarse en el banquillo de Riazor. Todo llegará, sin acelerar tiempos. Mientras tanto, el Dépor debe esforzarse en volver a ser lo que era, en convertirse en un club cada vez mejor para que su hijo pródigo pueda cumplir ese sueño, para, de su mano, dar de nuevo toda la vuelta.

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