Opinión

Epílogo

La línea de la vida es un ejercicio la mar de asequible para conocer ese quiénes somos, de dónde venimos tan importante para saber a dónde vamos. Un papel en blanco que dividimos en el centro por una línea horizontal. La derecha es el hoy; la izquierda nuestro nacimiento. Después, dibujamos puntos cronológicamente en aquellos momentos que recordamos transcendentales. La línea marca lo que podríamos considerar normalidad, calma chicha, así que los puntos los dibujaremos más arriba o abajo según lo guardemos en la memoria. Por ejemplo, aquella primera bicicleta de los Reyes Magos, un poco arriba; cuando murió la abuela, muy abajo. El primer viaje a París, arriba. Enamorarte de Pepe, muy arriba; descubrir que Pepe te la pega con otra, abajo del todo. Enseguida comprobarán que los Pepe, como la primavera a El Corte Inglés, siempre vuelven dando por saco en cuanto una levanta cabeza. Pero también que a veces, un punto no es un punto, sino una línea. Hay períodos prolongados de gozo o desdicha, pero lo habitual es que nuestra línea de la vida parezca una suerte de electrocardiograma, una montaña rusa confirmándonos aquello de: esto también pasará.

Por supuesto, esta línea cambia a medida que la vida nos va cambiando a nosotros y no solamente porque se estire —y ojalá la del lector sea muy muy larga—, sino porque con el tiempo nadie recuerda al tal Pepe y en cambio, sobre todo en Navidad, la ausencia de la abuela se nos hace insoportable. Cosas del crecer y que el tiempo recoloca las importancias. Por eso, una línea de la vida no es un epílogo, aunque lo parezca. No es un examen final sino una pequeña evaluación después del capítulo para ver si hemos asimilado lo aprendido, que es lo mismo que conocernos a nosotros mismos. Porque quiénes somos no es solo el resultado de nuestra genética, nuestra educación o nuestros logros; también somos la suma de todos nuestros fracasos. Por eso y porque alguna vez toca tirar la toalla; decir no eres tú, soy yo —que no te aguanto—; armarse de valor y subir a la báscula y también… mirar atrás. Todo un año o toda una vida. Y aunque esta tarea puede realizarse perfectamente un 14 de febrero o un 4 de julio, quizá entre los “Tu resumen del año en Spotify”, “Tu resumen del año en Instagram” y semejantes compendios que nos rodean estos días tan inexactos por felices, yo les invito a encontrar ese momento a solas, lápiz en mano y dejar que afloren las bicicletas y los fantasmas que nos viven dentro.

Y como cantaba Shakira, “siempre supe que es mejor cuando hay que hablar de dos empezar por uno mismo”, les confieso que yo he vivido un annus horribilis. Lo cuento ahora que ya pasó. Ahora que mis dolores han prescrito. Y lo hago porque me parece importante decir que la vida a veces se va a la mierda y los resúmenes de Instagram no es que sean mentira, pero apenas son una parte de verdad de cara a la galería. También para recordarnos a todos que esos puntos por debajo de la línea de la calma chicha nos afectan a la salud aunque no nos demos cuenta. A mí me lo formalizaron en un diagnóstico allá por junio, en el meridiano del año, cuando a once días de una menstruación incontenible, le siguió un derrame en un ojo. El cuerpo busca maneras de pedir socorro y el mío se había quedado sin defensas y aunque yo sabía que no iba por ahí, que no, que no, me hicieron pruebas para descartar que un viejo susto hubiera vuelto. Para desconcierto de la hematóloga, cada analítica era peor que la anterior hasta que yo misma le dije que lo que padecía era angustia, ansiedad y pena. Un disgusto ajeno, pero que sentía más que mío. Tan abajo me caí que por primera vez hablé con la directora de este periódico para decirle que no sabía cuánto podría seguir escribiendo. Estas páginas y quienes leen me merecen todo el respeto y sería incapaz de, simplemente, juntar letras, llenar un hueco, si no hay corazón en ello. Por eso, ahora que mi corazón y yo les escribimos desde la parte a la derecha de esta línea de la vida quiero recordarles que no pasa nada por caer, ¡que caer forma parte de estar vivo! Pero hay que escuchar los gritos de socorro. Y también hay que albergar recursos que te salvaguardan de los años de mierda. Yo los he encontrado en el deporte. Hacer deporte me ha salvado. Me ha salvado volver a enamorarme de mis hijos. Me han salvado mis amigos. Incondicionales. Enormes. Y también escribir. Lo que son las cosas… Yo que temía que no podría escribir y ver ahora, sobre el papel, que escribir me dio la vida.

Y hasta aquí este epílogo no epílogo. Desconfíen de Instagram y de cualquiera que vaya contando que su resumen fue solamente lo de la parte de arriba. Cuiden la salud —y la Sanidad pública—, hagan deporte y quieran mucho. Les deseo una larga línea de vida. Feliz todo el rato no, que eso no existe, pero sí llena de esos abrazos que, sin salvarte de todo sí consiguen que el día de mañana veamos los fantasmas como son: apenas puntos chiquititos.

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