Opinión | La espiral de la libreta

El pollo gigante que soñaba Carpanta

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Como si el agua congelada conspirara con el tiempo, los años sumados también traen el recuerdo de otro hielo, de las barras de hielo para la nevera del bar que el repartidor acarreaba al hombro, sujetando en la otra mano un gancho de hierro, como el del capitán Garfio. Por estas fechas, en el bar del barrio se había acumulado una emoción expectante, y se rifaba una panera, y el suelo era un crujido de conchas de caracoles, cabezas de gambas saladas, serrín y servilletas. El camarero dejaba su reloj de pulsera abrochado en torno al cuello de una botella. Las tiras de espumillón brillaban por todas partes, en el tirador de cerveza, en torno a la pila de vasos bocabajo, sobre el contador de la luz, en las manijas de la dichosa nevera, colorines para una decoración estridente, como de infancias postergadas. Al fondo del bar, mi abuelo jugaba al ajedrez con otro señor con boina, otro represaliado republicano, demasiado viejos y rocosos los dos, uno sastre y el otro carpintero, expertos ambos en jugadas de defensa, la siciliana, el enroque, el muro de piedra.

El barrendero, el sereno y el cartero llamaban al timbre para pedir el aguinaldo con una estampita —mi madre siempre desconfiaba—, así como hombres que vendían tarjetones navideños pintados con la boca o con el pie. Una vez lo intenté; no salió gran cosa, salvo la constatación de que sí, de que era capaz de agarrar un lápiz con el pie, prensil como el de un mono chico. A los guardias urbanos, con salacot en la cabeza, les dejaban botellas a los pies del templete en medio de la selva urbana.

El cigarrillo de la abuela

Para la cena de Nochebuena, el minúsculo comedor de la abuela se ensanchaba hasta acomodar a treinta y pico personas, con sillas que la vecina prestaba. No había canapés ni salmón ahumado ni crustáceos con pinzas, sino tortillas y pollo asado, uno o varios pollos gigantescos, como los que soñaba Carpanta en el tebeo. A la hora de los turrones, la abuela fumaba por hacernos reír, y tosía. Murga de pandereta, zambomba y botella de anís.

Sus majestades de Oriente lucían barbas y melenas de pega, ajadas, de teatrillo de fin de curso, unos postizos delatores que había que aprender a ignorar. Los camellos comían pan duro y los reyes se atizaban buenos copazos de Terry, el de la malla amarilla. Orinales con caca de azúcar, monedas de chocolate. Les escribías la carta con caligrafía esmerada, y luego los magos traían lo que les salía de la barba. Pero nada importaba porque el mundo era un lienzo en blanco y no faltaba nadie. Absolutamente nadie.

Olga Merino es escritora y periodista

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