Opinión

Al fútbol con Portela

No nací en una familia demasiado futbolera. Quizás resulte una anomalía que saliera tan aficionado desde muy pequeño. Mis primeros recuerdos son ya borrosos. El 12-1 a Malta ante el televisor. Trasnochar para el España-Dinamarca de México’86 y entrar al día siguiente tarde en el colegio, con permiso de la profesora. Los saltos en la grada de Especial Niños con el gol de Vicente. El empuje de Traba que provocó el gol en propia meta y la derrota del Madrid en la ida de la Copa del Rey. Los Teresa Herrera de bocadillo gigante y bota de vino con mi abuelo, mi padre y nuestro amigo Manolo.

Quizás alguno de esos recuerdos ni haya sucedido en realidad. Pero son los que he construido a lo largo de los años de tanto contarlos. Memoria y recuerdo no van siempre de la mano. Quizás el gol de Vicente no lo viví desde Especial Niños. E igual no fue Traba el que peleó aquel gol. Pero allí estaba yo, saltando y gritando.

No recuerdo mi debut en las gradas de Riazor, pero sí que al estadio empecé a ir con mi vecino Antonio Portela. Con él cumplía las liturgias de los partidos en Segunda: quedar pronto los domingos después de comer, acudir a Riazor, hacer una parada técnica en los bares del entorno del estadio, disfrutar y sufrir con el Dépor. Allí me hacía hueco, junto a él y sus amigos, en los asientos de Tribuna.

Mis primeros años de blanquiazul los caminaba los domingos con Portela, entonces trabajador de Caixa Galicia. A él le debo, o así lo recuerdo, una llamada del Dépor para hacer una prueba. Fue un chute de autoestima para alguien que no jugaba más que al fútbol sala. Hasta que llegué allí y comprobé que éramos cientos de niños. Otro recuerdo: metí un gol en un despeje desde el centro del campo. El Dépor no me fichó. Ni pasé la primera prueba. E imagino que el portero tampoco.

Portela falleció ayer. Hoy mi recuerdo va para él, en agradecimiento por aquellas tardes de fútbol de los ochenta.

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